El reto para la oposición es entender que su fuerza no emana de las columnas periodísticas ni de los reflectores de las cámaras.
Por: La Palabra Política.
CDMX, 25 de abril del 2025.
En el rudo tablero de la política mexicana, la fuerza no se mide solo en escaños conquistados, sino en los corazones que laten más allá de los muros de Palacio Nacional o las alturas del Senado. Sin embargo, en los últimos años, hemos visto cómo los partidos que alguna vez agruparon la esperanza ciudadana —el PRI, el PAN y Movimiento Ciudadano— se han convertido en meros voceros de escritorio: la oposición del “me dicen que dijeron”, de los tuits airados y de las conferencias de prensa sin contenido palpable.

Hoy no se trata de un revés coyuntural, sino de un fallo estructural. Mientras MORENA diseñaba y caminaba hacia la hegemonía, esos partidos se quedaron grapados a los viejos moldes: debates de pasillo, discursos ensayados y una fragmentada batalla por ver quién lanza el próximo tuit más provocador. Olvidaron que la política —esa ciencia del posible— nace en las calles, en los mercados, en las colonias populares, donde las familias buscan respuestas reales a problemas reales.
La gran paradoja es que fue precisamente esta “oposición de escritorio” la que pavimentó el camino para que MORENA alcanzara el poder absoluto en la Cámara de Diputados, el Senado, las gubernaturas y los congresos locales. Con cada proyecto social que no defendieron, con cada reforma que rechazaron sin presentar alternativa alguna, y con cada ausencia en las comunidades, cedieron terreno y credibilidad. El resultado es un ecosistema político desequilibrado, donde el ruido mediático sustituye a la acción comunitaria.

Hoy, cuando el ciudadano abre el canal de noticias o recorre sus redes sociales en busca de esperanza, se topa con la misma cantaleta de siempre: acusaciones, denuncias, declaraciones incendiarias… y poco más. No hay puentes, no hay propuestas concretas, no hay proyectos de soluciones pública ni programas de alcance tangible para los votantes. En su lugar, sobreviven los reproches retóricos y la furia de curul sin la sinergia que necesita la sociedad para creer en ellos de nuevo.
La culpa no es solo del gobernante; también pesa sobre los hombros de quienes, desde la oposición, debieron construir contrapesos eficaces. Donde debieron acercarse a una sociedad que pide seguridad, a los jóvenes desempleados, a los pequeños comerciantes ávidos de un crédito justo, su estrategia se limitó a gobernar en contra. Y gobernar en contra es la antesala de la irrelevancia política.

Los tiempos han cambiado. El elector de hoy no busca “el mal menor”; exige alternativas con rostro humano, impulso social y visión de futuro. No quiere simulacros de oposición que solo se activan para aplaudir o reprobar un tuit presidencial. Quiere puentes firmes entre el poder y la ciudadanía. Quiere tener voz y voto, no quedar relegado a un recuadro de noticias.
Si esos partidos pretenden recuperar su lugar, deberán desprenderse de la comodidad de sus escritorios y regresar al terreno donde se forjan las lealtades reales: las calles. Allí, el político escucha, intercambia ideas cara a cara con el ciudadano y construye soluciones palpables. Ahí se ganan la confianza que hoy perdieron en salones blindados y redes sociales plagadas de zafarranchos verbales.
La lección es clara: en México, como en cualquier democracia viva, quien olvida al pueblo termina olvidado por el pueblo. El reto para la oposición es entender que su fuerza no emana de las columnas periodísticas ni de los reflectores de las cámaras. Si quieren volver a ser actores relevantes, deberán abrazar la política de proximidad, el trabajo de hormiga en cada comunidad y la generosidad de proponer con humildad. Solo así podrán disputar de verdad el escenario nacional y ofrecer un contrapeso que no sea, simplemente, la sombra de un teclado.

Mientras tanto, la historia avanza y los electores elogian o censuran con el pulgar en la urnas. Y los partidos que triunfen serán aquellos que, más allá del ruido de los escritorios, logren devolverle a la política su espíritu humano: traer herramientas al alcance del vecino en apuros, construir proyectos que generen empleo y bienestar, y convencer con hechos —no solo con descargas de descalificaciones— de que todavía vale la pena creer en ellos.
Porque en México, las mayorías nunca estuvieron hechas de papeles y discursos. Siguen latiendo en las calles, en los mercados, en la memoria colectiva de un pueblo que, al final, pide algo mucho más simple y profundo: ser escuchado y atendido. Y eso, hasta hoy, sigue siendo la gran deuda de la oposición de escritorio.