Cultura

Trópico Santo


El tiempo en el trópico no existe. Las cosas y los hechos se suceden, transcurren, pero no llegan a convertirse en acontecimientos.


Ernesto Hernández Busto. Una Tragedia en el Trópico.


Aquí se dio el origen del mundo, la luz, el sueño y la tempestad. Los delirantes deseos insaciables del cuerpo y la mente. Las apetencias emponzoñadas. Las obsesiones que todo carcome y devoran. El dolor y el pecado, la risa y el llanto. El eterno desamparo. La infinita soledad que se desliza como una sorda corriente hacia un tiempo sin cálculo. Conductas y carácter humano impredecibles. Las perturbaciones encandiladas. Ciudad en el trópico, donde las caricias trastean cuerpos sedientos entre charcos de sudor y el espeso líquido acedo.
La ciudad en el trópico: alucinación. Un largo pasaje más allá del último Infierno. Ciudad donde el hombre es parte y componente del trópico y el trópico componente del hombre. Una densidad de composiciones cósmicas y físicas desbordadas, donde el todo es lo mismo, clima y hombre, una mezcla desproporcionada de fuerza y debilidad. Trópico y hombre, un cuerpo indisoluble, la innata composición de una diversidad donde la naturaleza se articula de modo que son semejantes, y al mismo tiempo, se distancian y cada una es fuerza que se mueve conforme se desplaza el tiempo.
Trópico, donde las insaciables apetencias del cuerpo son tan desvergonzadas, como inocentes. El tiempo se calcula por el deslizamiento de la luz y las sombras. En donde existen callejones de ásperos olores, sucios, tóxicos, tiraderos de basura, escombros y mercados de antigüedad inconcebible.


Ciudad, trópico. La vida se cuece a fuego lento en sitios íntimos y privados. Los cuerpos se consumen entre el humo del cigarro, café y alcohol. Hirviendo junto al cuerpo de una mujer lujuriosa que jadea, susurra, se revuelca y se sacude. Debatiéndose por la culminación del violento espasmo y el último suspiro.


Ciudad eternamente anclada en épocas remotas, invocando todos los recursos de la mente y la imaginación con el fin de mantener vivo los últimos días felices de aquellos lejanos años. De aquellos tiempos, sin calendario, sin referencia notarial. De cuando se vivía con tanta inocencia que para guiarse sólo se recurría a las horas señaladas por el sol, sin necesidad de recurrir a cualquier reloj.


Trópico, donde la vida se dirige sin brújula, olfateando el destino por puro sentido común. Ciudad de vicios oscuros, perversa y vergonzosa costumbre. De trazas violentas y carácter feroz. Ciudad sin identidad, ignorada desde que Dios se propuso crear el cielo y la tierra. Ávida, tentadora, obscena, cruel y provocativa. Indiferente y pachorruda. Ciudad donde transcurre la vida por el filo de la navaja, y la vida sórdida y violenta, se disuelve entre los espesos chorros de sudor agrio, hediondo y purulento.


La ciudad, trópico, donde el sol es eterno. Siempre procurando perpetuarse como la única del mundo que incita todos los apetitos y las tentaciones del cuerpo. Sediciosa y apática, incubadora de odios, rencores y crueles venganzas. Ciudad de puertas y ventanas abiertas, resistiendo los torrenciales aguaceros y vientos huracanados. De arcaicos portales, donde se pueden mirar aparadores con infinidad de colores. Descubriendo curiosas mujeres que buscan entre telas y cristales, perfumes, afeites y regalos, el anhelado amor, la magia excitante, la sensualidad y la fórmula mágica para convertirse en el más fino encanto de atracción sexual y eróticas belleza.


Ciudad, trópico, donde extrañamente, el tiempo se ha detenido eternamente bajo las sombras de árboles que fueron algún día eso, árboles, observando la soledad como cuando la vista se detiene viendo a una bella mujer ardiente, impredecible. La ciudad árbol, selva, que fue, árida.


La bestia indomable y tramposa del trópico, donde las ambiciones se convierten en tentaciones desmedidas, entre supersticiones y hechicerías. Donde el reino de la suerte decide la vida, las adivinaciones del futuro y el encuentro con la fortuna. En largas sesiones de quiromancia, implorar, entre sombras, dónde está la mujer de los sueños. Descubrir la ruta de la vida.


El cielo es una gran ignición que devora todo lo que alcanza, dejando a la ciudad como un yermo, desértica, arenosa, fantasmal, en un blanco cristalizado, y como en un fogón, la convierte en ceniza, despidiendo un humo ardiente y espeso, reblandeciendo el cuerpo. El cielo se cae y la briza se consume.


Las horas inertes, agonizan, sin poder dar un paso más, temerosas por convertirse en polvo, polilla y telaraña. Detenerse por siempre. Impasibles, saber esperar. Horas oxidadas. Suceso propio del trópico, donde apenas se están configurando los primeros postulados de la creación. Donde sólo se consigue percibir un algo que implora, oscila y arroja una áspera bocanada de aire. Ciudad, trópico, en donde se desatan diluvios torrenciales y las calles, insólitamente, se convierten en un insólito mar de lodo. Las aguas traen turbias esperanzas que no dejan ser eso, esperanzas turbias. Entretanto, las aves cruzan los cielos como presagios de un nuevo día, y el sol, filtrado por nubes jaspeadas, trasmite su dura presencia metálica y abrazadora.
En esta ciudad, trópico, la soledad, no es otra cosa que un decir, una simple expresión, una palabra, un estado de inexistencia inexplicable. Como puede ser una oculta angustia, puede ser un sueño, un estar solo. Una nada. Un cielo incierto, sin aire, sin color. Incluso en la inconciencia, se puede caminar por calles de cristales rotos, rechinando, crujiendo bajos los zapatos, quebrándose, sintiendo cómo, bajo los pies, se va haciendo escombros, se descarapela, se hace fotografía y se adjunta al álbum familiar.


Cuando alguien, por las mañanas, se le ocurre observar su rostro en el espejo, puede decir, soy la viva imagen de esta tierra infausta. Por las noches, cuando se cae cansado, en la hamaca, se abraza el aire ardiente para sentir los latidos de las horas agónicas. Sentir que se muere poco a poco, sin que nadie pregunte, cuál es tu última voluntad. Llegar por las noches a casa y encontrar al gato encima de la mesa del comedor. Toparse con la habitual costumbre de orfandad adquirida después de tantos años. Presentir las lóbregas nostalgias como fantasmas, recorriendo pasillos y habitaciones. Sintiendo el peso de la soledad como si tuviera encima la pesada loza de todos los tiempos. Y los ojos de sueño, contemplando un cielo sin sol, un horizonte templado por la reverberación del mediodía y el mes de mayo. Sosegado, ver llover desde la ventana de cristal granizo. Advirtiendo una nube sin agua y una paloma de verano que cruza veloz entre las ráfagas de aire como un repentino mensaje de, Adiós.
En el entresueño, alguien, consigue ver el último pájaro de la noche que intenta trepar por los sueños. Detenidamente, observa los ojos tristes de una mujer que dice adiós a la tarde después de una larga espera. Adormecido, cuando el alma se le escapa del cuerpo, ve desde la distancia de la nada, a la misma mujer, sentada en el parque leyendo la antigua y ajada carta de un amor imaginado. La despedida de la última estrella de la madrugada. Y cuando la mente se percata de que solo es ella, se detiene a mirar las calles bañadas con brillante betún y charcos de agua – lodo en las esquinas y que como serpentinas, no llevan a ningún lugar, a ninguna parte, a la nada.
Ciudad, trópico, construida por la urgencia y la ocurrencia del hombre.


La ciudad en el trópico es una idea urbana desproporcionada que estimula el hábito de caminar bajo los tajos de sombras que producen las paredes recortadas. Durante el fatigoso andar, se intenta descubrir los pasos de fantasmas que se desvanecen por los infames fogonazos del sol. La provocación alucinante por las perversas trampas de la reverberación solar. En las pesquisas, es probable toparse con mujeres empapadas de sudor y que van trasmitiendo olas de placer excitante. Voluptuosas por cómo mueven sus caderas, el temblor de sus pechos, o la consonancia de sus piernas, y como por la cadencia de su cuerpo, despiertan lujurias e inmorales deseos.


La ciudad se revienta por la sangrienta irradiación del sol. Para no ser víctima del Demonio Solar, se recomienda coger las sombras y ver desde ahí, entre cristales rotos, las cosas, porque aquí la realidad, hay una cosa que se mueve como en un mar insólito y misterioso. Una cosa que toma formas tan diversas que puede ser eso, una cosa. Incluso, a menudo, se puede herrar por no poder adivinar el misterio de los contornos del haz de la luz, por lo que es preferible soltar la mente a los caprichos de la imaginación. Dejar que se arrastre, si es su deseo, por los vacíos de la nada, y que haga lo que desea, al fin y al cabo, es la loca de la casa.


Esta ciudad, trópico, es un misterio apelmazado. Un infierno donde las calles de tierra, polvo y asfalto, queman los pies, y los ojos, ese algo malvado que rebana el cuerpo como navaja. Degrada la voluntad. En ciudad, trópico, el llanto desconsolado se convierte en risa y en dolorosa pena simulada, en carcajada, en cínica y provocadora mirada. La vida es una larga espera eterna que puede llevar a cualquiera a perder el juicio, empujarlo hacia delirantes vicios y cometer los peores pecados del mundo.


Viernes.


Los ojos se enrojecen y arden. El cielo se nubla por los excesos del resplandor mercurial. Viernes ensombrecido por un cielo consternado. Día triste y nostálgico por los recuerdos de aquellos mitológicos aguaceros y madrugadas de cuando cantaban los gallos en épocas pasadas. De cuando se le dio entonces, la responsabilidad del reloj. De cuando se hablaba de las míticas celebraciones en los atardeceres purpúreos y carnavales en Plaza de Armas, que no era más que una simulación para olvidar las amargas penas. El último resquicio de cuando los árboles tenían una gran representatividad para conservar las sombras. De cuando se tiraban cohetes y estallaban en los cielos, produciendo luces multicolores. De cuando se hablaba entre puertas entreabiertas y se cocinaba cantando viejas canciones de octubre. De cuando el amor era trasmitido por cartas y se dormía desnudo en una hamaca, enmarañado entre las espesas trenzas de una mujer y acariciando sus piernas atizadas, sin poder conciliar el sueño.


Entre los entresueños, donde el sexo, durante el canicular, era una embriaguez y un trastorno incandescente. Entonces el sexo resultaba ser arrebatos de salvaje placer. Los cuerpos embravecidos, encarnizados por labios anhelosos, se devoraban, bebiéndose hasta la última gota de repetidos espasmos, hasta morir. Hasta dejar de existir. De cuando se escuchaban voces que provenían de distancias insospechadas y se decía, quién habla allá. El misterio del viento. La sordina de una cosa que no se sabía qué cosa era. Sólo eso, una cosa. Que no se sabía qué era eso.


En esta ciudad los viernes no son siempre iguales. Este viernes tiene una fisonomía adicional, distinta, y con el vigor necesario por su aspecto bíblico. Cualquier otro viernes no tiene esta remachada presencia en las calles. Son las doce del día y el sol cae a plomo, intenso y caliginoso. El cielo se herrumbra y se transforma en acero afilado. La intensa luz se va mutando entre irradiaciones amarillas, blancas y mercuriales. En tanto que la atmósfera incandescente se quiebra con el golpe de un puño. Hieren los ojos como agujas de cristales. El sol es más fuego, más bochorno, más implacable y mucho más fuerte que en ninguna otra parte del mundo. Es un sol delirante que emponzoña le mente y el cuerpo.


Las Horas Santas


La ciudad tiene el rostro enlutado, ocultando su aspecto de asombro. Los habitantes tienen los ojos marchitos y cansados. Caminan temerosos, llevando en sus manos velas, cruces fundidas en la piel, palmas y flores con aromas provenientes del culto a la muerte. Llueve cenizas. El cielo es una acerada lámina gris. La ciudad ha quedado sin sombra de gente, sin voz, callada, impávida. La soledad lo envuelve todo. Una soledad abatida, sin carácter, filtrándose en los corazones. Una soledad que se esconde en las sombras de árboles siniestros.
Este día, la ciudad, no es una realidad como la realidad acostumbrada en que todo parece tener una explicación. Es una realidad que trasmite una extraña tristeza al paso del llanto, sepultada bajo el pavimento. Desconcertada, bajo las sombras de los pocos árboles que existen en las plazas y en cada rincón. Una realidad que agoniza por el sofocante calor, arrastrando rememoraciones de otras épocas, provenientes de una soledad incógnita que no dice nada porque no es nada. Es sólo eso, nada, donde sólo ocurre la vida como si apenas se diera cuenta de ella. Incluso una inexplicable exploración de recuerdos que son fragmentos de sueños conservados en almohadas y sábanas mojadas de calor. Si se observa la ciudad desde una ventana, sentado en un sillón, y con el torso desnudo bañado en sudor, se puede descubrir fantasmas que salen a pasear a estas horas del día.


Durante este viernes, la gente se entrega en cuerpo y alma a sus oraciones. La ciudad permanece como un animal prehistórico, dormita, tal vez esperando por escuchar una voz, un llanto, un grito de que ya son las seis de la tarde. Pero a estas horas no se escucha ningún eco de voz. Sin embargo, si se pone atención, se escucha el silencio que ronda por calles desiertas. Un silencio absurdo como un asesino que trae un arma bajo el brazo.


Esta es una ciudad que expone, sin vergüenza, sus raras y oscuras inclinaciones. Durante la violencia del calor y la modorra del medio día, sueña como si todavía aquí se estuviera construyendo el mundo en más de siete días. Días turbios por un cielo azul – negro – sucio, esmerilado. Un misterio con sonrisa y labios de acero, odio y coraje. Se mancha por los excesos de iluminación, arrebatos, placeres, erotismo selvático, añejos rencores, odios y venganzas que provienen de épocas primitivas, trasmitiéndose de generación en generación, hasta que el mundo deje de ser mundo.


La potente luz solar, en las calles, es un escenario irreal. Las personas son fantasmas relumbrantes, y la vida transcurre como transcurre el mismo tiempo, al compás del reloj, jadeante, sin ánimo, sin revelarse, sin brillo.


Observada desde el transcurso de este Viernes Santo, esta ciudad –pueblo – aldea, en parte, es más prehistórica de lo que se cree o dice. Sin traza de un pasado reciente. Despojada de recuerdos, sin memoria y de historias borradas por el polvo en casilleros herrumbrados, sin huellas, ajena a los tristes corazones, subsistiendo y prendida por telarañas eléctricas, doliéndose de un tiempo que la apaña y asfixia. Permaneciendo agazapada, sumida en su pereza y en su ordinaria condición. A veces, se compadece por su urbana naturaleza aún campestre, destrozada, descarapelada, sucia, empobrecida, con calles de pueblo y hoyancos, derrumbándose a pedazos.


No siempre, pero otras veces, por el hábito, se cree que es una ciudad feroz, sin dejar de lucir su carácter brutal y amenazante. En ocasiones incluso, es rigurosa y tolerante y otras veces, humilde y generosa. Por las noches, cuando sale la luna y hay estrellas, se pierde con el cielo, se hunde, se funde. En su interior, en las oscuras habitaciones, explora todos sus deseos secretos y nada encuentra, más que su oscura piel. Entre los claros y oscuros, su poder erótico ardiente aflora más violento y obsceno, provoca y seduce. Se devora, como si fuera parte de su propia naturaleza, y se entrega con todo su placer voluptuoso, hasta estrangular sus ansias, hundiéndose en el fango de la satisfacción – insatisfecha.


Como en la prehistoria, prescinde de sus calles cerradas y estrechas, en desusos y maltrechas. Sus aceras de escalones, suben y bajan, son laberintos. Algunas angostas, tan angostas, donde sólo puede transitar una mujer de atractivas caderas. Otras aceras son tan amplias que pierden el sentido de su verdadero significado. Las calles fueron trazadas de acuerdo a los antiguos caminos, sin el más sentido común urbano. Ahora, son senderos de tiempos remotos que después, por el pavimento, las bautizaron como calles. Aún conserva el vivo deseo equivocado de conservar los orígenes de la selva, los pantanos y ríos. De aquellos años que nunca más volverán, y de aquellos que aún no tienen semblantes ni promesas premonitorias.
Las mujeres pensativas, semidesnudas, sentadas por las noches en las hamacas, deslizan sus manos por su cuerpo y presienten renacer en los brazos del pecado, y en el hombre que repentinamente pudiera llegar, envolviéndolas entre las brasas y llamas, arrastrándolas a los deseos insaciables de cuerpo y alma, ciegamente, que como siempre, la ceguera, va hacia donde alguien la lleva va de la mano.


Las plazas bostezan y escuchan correr sobre sus losetas las obsesivas pasiones como perros rabiosos. La resolana se desplaza hasta las sombras más recónditas y las horas son un aire caliente que turba y se estira. Quien consigue sentarse en una de las bancas del parque al mediodía se convierte en arena, sal o en bronce. A estas horas se escucha una cosa en la atmósfera que zumba y aturde. Atonta como el sonido de metales hirviendo. El sol en el cenit hace invisible el cielo. El rojo vivo disuelve toda posibilidad de un nuevo color. Los ojos se quedan ciegos. Se tientan los cuerpos, se desean y carbonizan, al grado de descuartizarse con los dientes y las uñas. Se devoran entre las aguas turbias de la lujuria, el placer y el sexo ciego. Por las noches, en las habitaciones, se oyen los ronquidos, los manotazos en las espaldas, brazos y en los rostro. Como un susurro imaginario, se percibe el goteo del agua sobre el tejado y una triste canción se escucha y recuerda a una mujer disoluta que se extravió en los delirios y la locura del placer. Un hombre, entre sueños, escucha las letras de la canción y observa una mujer que viaja en un barco rumbo hacia un destino desconocido. En tanto que el mar es un mar de luz. El hombre bosteza y recobra el sueño donde ve la ciudad inmersa por una gran inundación. Lo cierto es que ni en sueños pude pescar la realidad.

Acerca del autor

La Palabra Política

Escribir un comentario