LAS HORAS VIAJAN EN LAS SOMBRAS
José Rodríguez Castro
“Ahora el sol es fuerte, muy fuerte, demasiado fuerte y todos nos sentimos violentos, aplastados, quemados por este sol repentino”.
Guillermo Cabrera Infante
Tres Tristes Tigres
Los ojos se adormecen y miran el color del silencio, un color que viene del sueño, un color de la nada, un alma sin pena. La ciudad se transfigura por estas horas y las casas y los árboles son espectros. Las paredes se despedazan. Las sombras son tajos de orfandad. La vista se cansa y el cuerpo se desmigaja por tanto calor. La cadencia de las horas es penosa. Hay momentos que rechina como una máquina vieja. Los engranajes del tiempo crujen y el hombre cree estar viviendo en otro mundo.
Es Viernes Santo y en alguna parte de la ciudad alguien debe luchando con su conciencia, confesando sus pecados y tristezas, rechinando los dientes, masticando su propia saliva, murmurando, rogando olvidar lo que el corazón se niega a olvidar. Ruega por Dios, Jesús y todos los Santos, ruega por todos los muertos y los vivos. Cree en la resurrección. Su fe es ciega. Canta al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Se duerme en la oración, mientras una mujer lo despierta y le muestra la calle y dice, mira, se han ido todos, ¿a dónde habrán ido? El hombre, sin contestar, duerme. Desea estar donde viven los demás, envía una carta para que le permitan entrar al Reino desconocido. Cuando ríe, la mujer supone que es un hombre feliz.
Desde temprano todos se han ido. El centro de la ciudad ha quedado en las manos desgarradoras del sol, agarrada de unas cuantas sombras y deteniéndose en cada esquina, encadenada como animal salvaje. Es una ciudad victimada. Alguien pregunta, cuando pasa huyendo del sol, qué horas son. Observe las sombras. Las sombras son el reloj.
Como si fuera su mejor oportunidad, llena de espanto, aterrada, la ciudad de Villahermosa asoma su viejo rostro y lo muestra obnubilado. Espía enceguecida y ve la penumbra de las habitaciones en reposo. La espesa bruma de la modorra se compacta con el olor del puchero hirviendo, humo de tabaco y el susurro de voces que provienen de rincones reservados. Escucha el silencio que dormita en habitaciones primarias y escucha un extraño timbre de voz. Es un chismorreo de mujer.
Esta ciudad es como una antigua novia que espera ilusionada. Sus ojos son de brillantes. Aunque tiene la boca de infierno. Pasando los años, es una mujer abatida vigilando la oportunidad de la vida, tratando de escapar de esta sepultura. Pero nadie escapa a los encantos misteriosos de esta ciudad. Ciudad con garras de gavilán y canto de paloma. Eterna, odiosa, dulce y pacificadora. Atractiva, celosa y posesiva.
Sin embargo, alguien debe estremecerse por su escondida hermosura. Porque es hermosa si se le mira y mira a los ojos. Tiene ojos marchitos y provocativos, melancólicos y chispeantes. Sus ojos son como un sueño que sueña con otro sueño que proviene de épocas remotas e inconcebibles. A veces sueña con la muerte y a veces con el amor. Sueña con viajes por cielos ciclónicos y mujeres de cuentos tropicales, lluvias torrenciales eternas y buques en lagunas de aguas salinas. Esta ciudad tiene escondido, muy dentro de sus entrañas, al animal que crece con la misma imaginación, los colores de los días tristes y la voz melancólica de un pobre y humilde historiador. Un hombre desencantado que lleva en una libreta, con tinta de carbón, la cuenta de los años, los sucesos y la vida de cada hombre, cada mujer, cada niño, sus actas de nacimiento y sus matrimonios más que como un hecho imprescindible, el mejor modo para no morir de aburrimiento, pues en el trópico todo lo que es letra y papel se lo come el comején.
Vendrán las aguas y el sol permanecerá inalterable encima de los tejados. La lluvia con el sol se verá como fluir de vidrios color oro, el asfalto con aceite en un bracero. Entonces la ciudad será otra ciudad y otra historia para contar. Florecerán los parques. Los ojos se llenarán de líquida pereza. La ciudad lucirá, por los mismos rayos del sol, ojos de espejos. Derramará lágrimas y caerán como goterones en los tejados y se oirán sus golpes, pac, pac, pac, pac. Las mujeres caminarán entre aguas verdes con las enaguas subidas hasta las cinturas y provocarán deseos enloquecedores. Caminarán erguidas, esperando las embestidas de miradas obscenas y apetitosas, escrutadoras, untándoles con los dedos la piel.
Las doce marca exactamente el reloj. Las campanas se escuchan: tan tan tan… Las doce en punto. Nuevamente las campanas se escuchan: tan, tan, tan… Empieza el sueño del medio día. El sol está en el cenit: la luz es cegadora y tiene filos que descuartizan la piel. El cielo es una explosión de luz y son ríos de lava que sepultan la ciudad. La distancia es una cortina espesa de humo. Las calles reverberan con sus semblanzas de antiguas profecías. Los tiempos anunciados del fin del mundo se vienen encima y la ciudad cae temerosa. En la orilla del río se mira arrodillada. Observa asombrada su ancianidad. Sin embargo, tendrá tiempo para vivir y contar el acontecimiento del último día, la última noche y el último canto del gallo.
Sus calles son agitadas por los ajetreos de los nuevos tiempos. Con agrio carácter, se duele por las voces que gritan con tonadas de tambores y guitarras eléctricas, bandas y gargantas desgañitadas, ruidos de motores y aviones volando encima de las casas y los árboles. Los ancianos se tapan los oídos. Ellos quisieran escuchar una y otra vez aún los viejos valses que bailaron junto a las mujeres que entonces eran unas esplendorosas muchachas. Entonces todos eran jóvenes y nunca imaginaron que llegarían a esta penosa situación. Las olas de grandes calores acabaron con los himnos de amor. No ha quedado ni un compás. Los ancianos se rompen la cabeza diciendo ¿cómo van? Qué te vas a acordar. Hace tanto tiempo. Escucha esta nueva canción, viejo. ¡Hombre, es mejor! Los viejos lloran como niños al escuchar la nueva canción. Las mujeres, por las tardes, costuran camisas y faldas viejas, remiendan el ayer con el hoy. Pedacito por pedacito.
Los enamorados se han marchado y yacen en los panteones. Las cartas, las flores, las promesas y los poemas se los han carcomido las indiferencias, las miradas indiscretas, los comejenes y las hormigas. Las serenatas son cursilerías que no se sabe por qué hacían llorar a los enamorados. Sólo existen los herrumbrosos balcones oscuros sin que hoy tengan un número de referencia o un lazo negro de luto o algo para recordar. Entonces esta calle tenía otro nombre. La casa ya no es la misma. Sus habitantes se han ido a vivir al Paraíso, un Paraíso donde no hay viajes de regreso porque allá se vive eternamente mejor, feliz y en paz. Ahora en esta calle hay un parque sin árboles ni flor. Una mujer vende frutas y cuenta la historia, pero dicen que está loca, nadie le cree. Es que está loca de remate a causa de la terrible insolación.
Hoy, la realidad es otra. Nada existe de lo que se desea ver. Pero aún así, aunque no lo crea, los susurros en los oídos y chasquidos de besos ardientes se escuchan como moscas en las sombras, provenientes de lejanos sueños porque los sueños, sueños son. Se presiente el lento viaje a la muerte donde el amor no tiene nombre. No existe, no es nada.
El laberinto de los olvidos, los años alterados y las paciencias consumidas, van de la mano por las calles. Se acompañan para viajar juntos hacia el mismo encuentro con la soledad.
El sol va cambiando el sonido de las palabras y su tempestad de luz se trepa por las paredes con garras de tigre rabioso. Sus ojos relampagueantes van devorando los colores, los aromas, las angustias, los deseos frustrados por no poder acariciar el codiciado cuerpo amado y deseado que se entrega por minutos, allá de vez en cuando, una sola vez. Sin poder descubrir hasta dónde llegan las horas del medio día. Las horas que pueden despertar las más bajas pasiones, las obsesiones y las tercas ideas que logran sacarle sangre al corazón.
Por favor, tan siquiera una gota, gotitas de amor. Pobre hombre. Abran paso, dice el hombre, dando de palos. ¿Qué dice? Pregunta una mujer. No sé, contesta, otra. Pobre hombre, no ve, está loco de amor. ¡Que gran descubrimiento! Un hombre en estos días buscando amor. ¿De qué extraño planeta vendrá? El sol pone loco a cualquiera. Ellas le miran el alma y no pueden adivinar qué sucede en el interior de aquel hombre que en tinieblas se pasa observando las noches tibias, recordando las tardes de agosto y lo marchito del sol tostado que lo sorprendía después de una llovizna prematura y fugaz. Es un ciego que ve la ciudad claramente en la oscuridad de su interior.