Aquí se dio el origen del mundo, la luz, el sueño, la tempestad y el amor como una llaga profunda en el corazón. El dolor y el pecado, la risa y el llanto, el desamparo y la soledad. La cólera y las obsesiones. La ciudad en el trópico: el Infierno. Ciudad construida tomando como referencia veredas y caminos, rellenando lagunas, pantanos, entre el lodo y el polvo, ladeando lomas o pasando por encima de ellas. Una ciudad de espejismos. Casas chicas de madera, ladrillo rojo, con tejados de láminas. Cuando en tiempos remotos, sin referencia ni calendario, tenía casas grandes, casonas, con techos de tejas de barro españolas, jardines, pozos de aguan tan clara donde se veía de color azul – verde – añil. Pasillos y corredores que tenían el sol plantado desde la mañana hasta el atardecer.
Ciudad anclada en la memoria sin tiempo. Sin huella. Sin rostro. Ciudad donde, hasta el día de hoy, la vida se dirige sin brújula, por el puro olfato. Al puro tanteo como si se caminara a ciegas por soles ardientes y noches compulsivas. Ciudad donde los vicios y pecados son virtudes celebradas. Obscena, provocativa, bochornosa, sofocada, impulsiva, apática, bañada en calor, incendiaria, sufriendo las grandes lluvias torrenciales, el mosquito y el calor sofocante.
Llueve, llueve, llueve y el calor no se quita. Agua y sudor corren por todo el cuerpo y la mente del hombre navega entre el lodo y por pantanos cenagosos.
La ciudad, un pueblo grande, postrado en el silencio del tiempo, de la nada, donde nada cambia, esperando el octavo día de la creación.
Por las noches la bestia perversa del trópico corre por los tejados con luna llena, grande y con su luz de agua blanca que apacigua el alma y produce sueños donde el cielo y la tierra dejan de existir. Ciudad escandalosa y de rumores y de chismes y nada discreta y sumisa. Irreverente. Donde nadie puede guardar un secreto. Todo se sabe, tarde que temprano. Todo saben las historias inconcebibles y hechos inenarrables. Sucesos y alboroto. Celos, envidias y odios. Rencores que provienen desde el origen de todas las cosas que florecieron desde la selva y matorrales del trópico. Por ratos es generosa. En otro, grosera y malvada. Poco paciente.
Ciudad con portales y comercios para mirar fiestas de colores y ojos de mujeres que buscan entre telas y cristales, perfumes y regalos, el apasionado amor. El amor como un alfiler. El amor como un diamante perdido en el brillo de una mirada, un sonrisa o en una gota de agua que cae por las noches.
El tiempo se detiene en la sombra. Descansa y bosteza como un animal prehistórico. La atmósfera en plena ebullición invierte la realidad. La ciudad deja de ser ciudad para ser un espejo de luz perturbadora y cruel. Desfigurada por los fogonazos del sol. Se evaporan las ideas y surgen las irremediables fiebres del cuerpo. El deseo es una supuración ardiente y brutal. Los apetitos de la carne es feroz y devora el placer. Los cuerpos se deshacen en charcos de sudor. El sexo, la pasión, la obsesión y el amor es un mismo fuego que se funden. Se incineran sin dejar rastro de cenizas. Los labios queman, las manos queman y los cuerpos queman. Los ojos se cierran por tanta calentura. La vida en un hilo.
La soledad es un decir, una palabra, una sensación inexplicable. Se anida en la mente como una espesa niebla. Un paraje. Un entresueño. Estar solo. Verse los ojos en el espejo todas las mañanas sin poder decir, vida mía, cada día te amo más. Caer cansado todas las noches en la cama y abrazar el aire para llenarse de amor. Morir poco a poco sin poder decir la última oración. Llegar a casa y encontrar al gato encima de la mesa del comedor. Encender la lámpara y ver cómo la soledad huye con la luz, se esconde bajo las sábanas y los rincones.
La soledad es contemplar el cielo sin sol. Ver en el horizonte los relámpagos como latigazos que rasgan las nubes. Presentir el tiempo como se evapora. Ver llover desde la ventana escuchando los chorros de agua corriendo por los tejados. Dejarse caer en la hamaca. Cerrar los ojos y verse así mismo como un misterio. En el atardecer púrpura, ver una luna roja y una franja morada y una estrella azul. Pájaros volando hacia rumbo desconocido. Ver los ojos tristes de una mujer que dice adiós desde la ventana de una antigua casa. Un hombre sentado en un parque leyendo la última carta de amor. La última estrella de la madrugada. Las calles bañadas con brillante betún y charcos de agua. Los reflejos dorados decorando las casas sombrías y melancólicas.
Los espejismos estimulan el mal hábito de caminar bajo el sol, seguir pasos de fantasmas que se esfuman al atardecer. La ciudad es de vidrio turbio. Se recomienda coger las sombras para ver entre la vaporación los cuerpos desenfocados. Ver en la atmósfera manchas de sangre entre esfumados colores ocres y azulinos. Las calles son planchas de acero. El aire hirviendo zumba en los oídos y produce dolor de cabeza y vértigo. Se pierde el sentido de la existencia. ¿Se está en este o en otro mundo? Es difícil afirmarlo. El gran misterio por descubrir.
En esta ciudad nadie descansa en paz. Es el Purgatorio. El Paraíso infernal. El Paraíso no descrito jamás en los tratados bíblicos. Un llanto retenido por la ausencia de amor o por el niño huérfano de la calle que no encuentra a su madre que por locura de amor lo abandonó. La madre embriagándose en besos y el niño pidiendo una limosna con su pequeña mano extendida y su cara sucia o pintada de blanco y negro, convertido en payaso, sin dolor. La falsa sonrisa para animar sentimientos incomprensibles. Sufrimiento por aquél que sufre una perpetua condena y que morirá en una cama de acero. Entre rejas, moscas, putrefacción, ratas, orines, paredes corroídas y salitrosas. Una espera eterna con ojos de ilusión infantil. Una ciudad para llenarse de emociones como un cántaro de agua que la recoge y lo conserva para calmar la sed.
Viernes.
Los ojos se ponen rojos. El cielo se nubla. Sale el sol, caen grandes gotas de agua que ruedan y se calcinan, se nubla, sale el sol. Se nubla. Es un viernes consternado. Un día que transcurre como una loza pesada sobre los hombros. Un viernes de luto. Los recursos de la mente se remontan al Calvario y al crucificado Jesús. Jesús en la cruz, Jesús derramando sangre y lágrimas, Padre por qué me has abandonado. Jesús perdonando todos los pecados del mundo, Jesús cuándo volverás a renacer para repetir tus milagros y expulsar nuestros demonios del cuerpo. Se ora entre dientes. La mente se transporta a siglos enigmáticos y escucha truenos y ve la aproximación del fin del mundo y el cielo se tiñe de cenizas y amenaza con desatarse un gran aguacero.
No llueve y las nubes permanecen oscuras encima de las catedrales. La tristeza va de aquí para allá buscando dónde llorar sus lágrimas. Hoy nada queda de los atardeceres y ni música en Plaza de Armas. De cuando se tiraban cuetes y se encendían los cielos con luces multicolores. De cuando se hablaba entre puertas entreabiertas y se cocinaba cantando una vieja canción. De cuando el amor era trasmitido por cartas y se dormía en la hamaca entre los brazos de una mujer. De cuando el amor tenía la fuerza verdadera del amor y se confirmaba con un ligero beso en los labios. De cuando se escuchaban voces que provenían de distancias insospechadas y se preguntaba, quién habla allá, quién habla. El enigma del viento y la sordina de una cosa que no se sabía qué era.
En esta ciudad no siempre los viernes son iguales. Por ejemplo, este es un viernes que tiene una fisonomía de congoja. Su aspecto es doloroso. Otros viernes no tienen esta remachada presencia. Al filo del medio día el sol cae a plomo y las miradas se tornan hurañas, imprecisas, vagas y desangeladas. El cielo trasmite rayos de acero afilados. La intensa luz turbia es amarilla, blanca y platinada. La atmósfera se quiebra con el golpe de la mano. Hiere como agujas de cristales en los ojos. Las escasas ráfagas de viento se carbonizan. Las hojas caen secas, la ropa tendida se seca, el jardín sin agua se seca, las ráfagas de escasa brisa se secan, se secan las calles y el polvo amarillo y negro se meten por las narices y se siente cómo todo se seca y el sudor corre y se desliza como agua salitrosa por todo el cuerpo.
Este Viernes Santo tiene un desteñido rebozo de enigma y aspecto de vigilia y los habitantes tienen miradas de melancolía. Caminan impávidos y llevan en las manos velas encendidas, cruces fundidas en la piel, palmas y flores con aromas pútridas. Huele a sahumerio, el humo impregna la atmósfera y crece la fe. Se recobra el placer de la oración. Se hincan, cierran los ojos y murmuran. La gente ha dejado la ciudad sin voces ni ruidos. Todos velan con el cuerpo inclinado frente a la cruz. Todos son pecadores y seguirán pecando y nunca confesarán sus verdaderos pecados y los ángeles no encontrarán a quiénes habrá que salvar del infierno, el demonio les ganó la partida. En contraluz, la ciudad cobra aspecto de cementerio.
Durante las horas del Viernes Santo, en esta ciudad no es una realidad como la realidad acostumbrada en que todo parece tener una explicación. Las horas pasan y pasan y nadie le presta atención alguna. Un día vacío. La gente se hunde en un pozo profundo de oraciones y la ciudad tiene la sofocante expresión de una soledad muerta que renacerá con las horas nuevas como cara de mujer recién bañada. Aunque si se pone atención, se escucha el silencio que viene rodando por las calles desiertas. Es un silencio absurdo como un asesino que trae algo escondido y oscuro bajo el brazo.
La ciudad entre la fuerza del calor y la modorra de las horas del mediodía sueña como si todavía aquí se estuviera inventando el mundo en más de siete días. Las moscas vuelan sobre el tufo y las hormigas se comen las migajas de pan. El calor las multiplican. Zumbidos y picaduras. El perro duerme bajo la mesa y la mujer permanece con la mirada extraviada entre la bruma de la habitación y su niño en brazos duerme y en la cocina los trastos están sucios y los alimentos se agrian. Afuera, se escuchan secretos y se habla del calvario, la cruz, María, las espinas y el vecino que con sus gritos no deja dormir a nadie. La mujer bonita con boca pintada de rojo que llega de madrugada sin dar explicación alguna y se despierta hasta el medio día y sale de nueva cuenta por las tardes y regresa una vez en la madrugada. Risas. Se comen a la gente. Las nubes grises van alejándose hacia el horizonte y caen gotas de agua y se mira al cielo y el cielo no trasmite nada.
Hoy, la ciudad es más antigua. Sus recuerdos están impresos en las paredes. Su ánimo es triste y se queja por estar prendida por telarañas de cables eléctricos y se duele por su fachada descolorida. Se cae en pedazos. Se derrumba. Se respira hondo y su olor es un olor fermentado. Ella se agazapa y se sume en la pereza. Le duele la carga de los años. Le duele las noches y los días sin dormir. Le duelen los dolores ajenos. Su seductora presencia son hilachos. Este Viernes Santo, sin embargo, es humilde y generosa. Tiene el rostro contraído y no tiende ningún deseo, quiere pasar desapercibida. Cuando sale la luna y las estrellas piensa como piensa un ser vivo. Se arrulla entre sus propios brazos. Se desnuda toda. Su erótico sudor es ardiente y obsceno, pero descansa, descansa, descansa, habrá que despertar temprano para ser la misma de siempre, salvaje y acogedora.
Aún no prescinde de sus calles cerradas y estrechas, en desusos y maltrechas; con banquetas de escalones que suben y bajan, algunas angostas tan angostas donde sólo puede transitar una mujer de tentadoras caderas. Otras banquetas tan amplias que pierden el sentido de su verdadero significado. Las calles son pasajes caóticos en los recuerdos. Son tránsitos de un tiempo a otro. La búsqueda de los años que no volverán y de aquellos que aún no tienen semblantes ni promesas promisorias. Ciudad derrumbada y reconstruida con sus mismos escombros. Es la misma de siempre. Crece, crece por encima de pantanos y cenagosas tierras. Cada vez envejece y quisiera ser sepultada de una vez por todas para qué vivir en la indiferencia y la dejadez.
Las plazas bostezan y escuchan correr sobre sus losetas los obsesivos amores como perros rabiosos. La resolana se desplaza hasta las sombras más recónditas y la atmósfera es un aire caliente que se encoge y se estira. Raspa la piel y produce mal humor. El que se sienta en las bancas de los parques a medio día se convierte en sal y renace convertido en bronce en cualquier plaza de cualquier calle donde alguien se pregunta, quién es. A estas horas hay en el aire una cosa que zumba y aturde. Atonta como un sonido de metales hirviendo. La luz solar son rayos que dejan caer una espesa lluvia de plomo. Los colores dejan de ser color por las bocanadas de fuego. Los ojos se quedan ciegos. Bulle la sangre. Se tientan los cuerpos y se muerden. En las habitaciones se oyen los ronquidos, los palmazos en las espaldas, el goteo del agua y las tristes notas de una canción que habla de una mujer que se perdió en los laberintos del amor. Un hombre, entre sueños, escucha las letras de una canción y ve una mujer que viaja en un barco rumbo hacia un destino desconocido. El hombre bosteza y recobra el sueño donde la ciudad se sumerge dentro una gran inundación. Un barco atraviesa la ciudad. La barca de Noé conducida por inspiración divina. Ni en sueños se pude pescar la realidad.