Cultura

La Última Historia de Amor

El amor lo has vivido o no lo has vivido.
El amor es lo que es y no hay más que decir sobre él.
Son alas que me laten en el pecho y
que me llevan a hacer cosas que a ti
te parecen insensatas.
Milan Kundera
La Inmortalidad

Para Tere
Los pasos se van carbonando entre los filos de las sombras y los golpes del sol. Las nubes desaparecen y se escucha un raudo silencio y a cierta distancia se asoma un rostro que presume sus ojos como ojos luminosos de mujer. Ojos cafés claros, profundos, imperturbables donde se ven otros ojos que hablan de un amor que se mantiene anclado muy dentro del corazón. Un perseverado amor. Ella está segura de que el verdadero amor siempre vuelve a casa y cuando eso sucede hay que recibirlo con un altar adornado y bellas floreces cortadas al amanecer. Este es un secreto estañado que lo conserva en la discreción de sus miradas y en el ardor de su piel. Es un insondable silencio que lo guarda en su muy apretado y forjado pecho. Fidelidad eterna. El amor es una fuente viva en el corazón, insustituible, por más que otro se esfuerce con un cuchillo degollar. ¡El amor! ¡El bendito amor! ¿Cómo puede usted hablar de él? Por los ojos de esa mujer. ¿Es una nueva canción? No amigo mío, es la historia que le voy a contar.

Esta es una historia que proviene de un silencio que se adivina en sus ojos intensos y en la contorción de sus labios, llameantes, deseosos de saberse desgarrados por otros labios, escurriéndose entre sudores, ardiendo por toda la piel de aquella piel blanca anacarada y tersa como un rocío que cae sobre una flor. Pétalos de color sangre que por las tardes ofrecen su sabia al gorrión y a las abejas, mientras ella espera caer en los brazos del hombre que espera y que un día llegará como una bendición y un relámpago lo iluminará en la última tarde del último mes, antes del onomástico cuando se conocieron. Sus almas serán una, sin comparación, únicas, uno, sólo uno entre los dos.

Como el pájaro de la noche, este silencio-recuerdo-ilusión-sueño, el hombre amado, se escuda entre los brazos de esta mujer, suspirando evocaciones, secreteándole al oído cuando ella está acostada sobre la almohada y le dice todo aquello que viene desde el fondo de su alma. Le confía, eres tan sólo mía, y se agarra con tenazas a su corazón. Ella oprime con sus manos sus pechos, bellezas modeladas, y recuerda cuando le dijo, eres muy bella, más bella de lo que eres, y los pensamientos de él se eternizaron en su piel. Como un acto de magia asombrosa su cuerpo lo convirtió en flor. Se bebió su sangre y sus pensamientos. Ni baños de agua hirviendo lo pueden borrar. Ahí estará por siempre él. Son dos pensamientos entre turbulentas noches que sólo ellos saben cómo se trasmiten lo que sienten, lo que sufren, lo que no pueden contar a nadie. Ella es gota de agua que se transformará en un nuevo mar, tan grande y hondo que se extenderá hasta los confines del mundo, más allá de todas las cosas y todo su ser. Nadie, que no sea él, podrá imaginar su inmensidad.

En la noche, cuando se rastrean los sueños, uno y otro, los dos cuerpos se juntan y se deshacen en el sereno de la madrugada y caen víctimas de los deseos provocados por el deseo ardiente que no se apaga nunca jamás. Se desnudan y se desmayan y se olvidan, se reencuentran a través del olfato, al saborear una copa de vino, al ritmo de una canción, al ver una calle, una película, con sólo saber que los dos por aquí, en este lugar, fueron felices. ¿Ves este rincón? ¿Te acuerdas? Éramos, tú y yo. ¿Hasta cuándo volveremos a encontrarnos, conocernos de nuevo, imaginarnos, ser jóvenes otra vez?


Se encuentran cada noche en sigilo sin que nadie se entere qué sucede. Sin embargo, es un secreto a voces. Los dos fugitivos se acomodan entre sus propios brazos y se dejan llevar por las aguas torrenciales y turbulentas del goce y la pasión. Intiman, recuerdan, se susurran a los oídos. Se extrañan. Tantos años sin ti. El recuerdo, fijo en la mente, es un puntito de luz. Imborrable, hasta la eternidad. Tienen encuentros ocasionales, se miran, sonríen, se les quiebra la voz. Hablan y se preguntan qué pasó entre los dos y cada quien expone su razón. ¿Quién tuvo la culpa? ¿Tú o yo? Después de tanto tiempo no importa, para qué discutir, dice ella. He olvidado. ¿Olvidar? Curioso, el olvido son páginas escritas con tinta de acero. Nuestras vidas fundidas es flama eterna que aun distantes, en nuestros pensamientos, lo sabes bien, nos encontramos los dos, aunque otros cortejos, otras insinuaciones, otras galanterías con tiernas y cursis palabras quieran sepultar.

Nadie puede tener lo que no le pertenece, si acaso, porque es conveniente, porque somos humanos, hay que tener un poco de paciencia necesaria y saber qué trae ese otro hombre que dice saber más que los dos. Nada se pierde ser correctos con quien a pesar de todo es propio y formal y dice ser un hombre que viene con mente y sentimientos limpios. No hay que herir a otros con aquello que sentimos los dos. Mejor es delicado callar, es lo más propio, aunque aquél otro con nuevas insinuaciones insista con sus artes ganarse un poquito de compasión. Pero de aventuras está lleno el mundo, no hay que arriesgar. Nadie, sin embargo, esto lo puede entender.

En sus sueños, ella sueña con el hombre, repite su nombre y se cogen de la mano y se van a pasear. Él espera viendo el cielo por una ventana sin luz, no sabe cómo volver a empezar. Sin que alguna otra mujer, o tantas otras mujeres porque el trópico es así, muchas de las cuales se encadenan a sus brazos, se enteren, él sueña y duerme con la bella y única mujer, allá donde por primera vez se encontraron, tomando café, terminando luego en aposentos acogedores, perfumados, viviendo juntos, una noche sí, y otra no, donde tanto se reían, como nunca. Como ella misma jamás rió. Horas y horas en sus brazos, distinción y placer que sólo, por última vez, ella enamorada concedió y del que nadie podrá gozar un poco más de lo que marca hoy su exacto reloj. Para el ocasional conquistador, ella es como una visión que en segundos se escapa de cualquier cita o invitación, la luz de un amanecer o un atardecer la desvanece, sin saber por qué. No deja más que un aroma de olvido, una promesa de que algún día quizás pueda regresar.

El silencio que deja por su paso es sonoro y dice, mi vida no es de este día ni esta hora, mi vida está en otro lugar. Tengo prisa, mi tiempo vale oro. Aún así, es un misterioso encanto que se debe de amar. Hoy, sola, todas las noches ella contempla estas dos imágenes en blancas aguas. Por las tardes y mañanas las mariposas por primera vez cantan y él en un santuario de cristal suspira y la ve transmutada en este mediodía de tanto calor. Muy dentro de su alma la espía, la vigila, tiene miedo que otro pueda por la otra puerta entrar y desgajar su flor. Se aflige porque algún aventurado pueda llevarla a pasear al mismo mar donde por última vez disfrutaron la playa y la tarde y vieron el gran tamaño del sol y tiene miedo de que el intruso pueda respirar con ella el aire salino donde se besaron, donde se bañaron de cuerpo entero en aguas aromáticas de fuente tropicales, entre efigies y pieza inmemoriales; donde no dormían por tanto amor, donde se juraron ir más allá de aquél día que hoy oculta ella en las máculas de su piel. De aquellos días cuando transitaban solos lo dos y ella se mostraba suspicaz por vestigios descubiertos al azar y él reía explicando que no había en su vida otra mujer. Pero ella, muy adentro, pensaba de otro modo, no era fácil de engañar.

Aunque el amor podía más, lo podía todo, había perdón. Pero ahora lejos, él no puede correr tras de ella, vive preso en otra historia que nada tiene que ver con la que contamos hoy. Ella, con la memoria del hombre en su piel, dice, él no sabe que lo tengo encerrado en mi corazón. Pero los años pasan rápido, todos crecerán, entonces las cosas volverán a su lugar. Se encontrarán en el mismo lugar donde por golpe del destino él la descubrió y cuando entonces ella, al verlo, en esos momentos, se deslumbró aún teniendo herido su corazón. Las palabras mágicas de este hombre, punto por punto, felizmente curaron para siempre su dolor. Su cuerpo se bañó de luz y de un día para otro su belleza resaltó como si hubiera sido forjada por la inspiración.

Se escuchan sus secretos y por más que nadie quiere que los escuchen se escuchan, porque a estas horas las paredes oyen. Se perciben suspiros hondos y agitados, entrecortados, estremecedores. Labios hambrientos buscando labios sedientos, sus cuerpos sudando entre dientes y uñas, sangrantes por los dulces apetitos. Manos de artesano y delicadas deslizándose por un cuerpo bien cincelado. Él me lo dijo, me acuerdo bien, dice ella siempre feliz, riendo como si estuviera viviendo aquella vez. Por eso la verdadera admiración es una señal muy parecida a una mancha imborrable en la tersura de su piel que ni otro amor puede realizar tan bella obra, muy cercana a la de un creador.

Como todo hombre sabe, y él lo sabe, que todo amor es una marca, un manuscrito fiel y eterno en un alma de mujer. Pero ella lo sabe mejor que él. Por eso se oculta en sus propias miradas, silencia sus palabras, no saca alas porque sin él no puede volar. Ante ocasionales elogios, ella aclara, espero mejor, no hay lugar y trasmite una apaciguadora sonrisa, dejando escapar una tranquilizadora compasión. Otra pasión le choca, la fastidia, la asfixia, la indigna. No quiero saber nada de nada, dice levantando la voz. El amor para ella es un fantasma salvaje que se anida en el alma, siempre nace y renace, pero no puede ir más allá. Permanece intacto, aún cuando nada digan sus palabras y sus ojos, de alguna manera tienen que simular.

De todos modos es difícil que pueda ocultar esta ilusión ante este agitado y bruto sol. Esta mujer tiene razón, no puede dar a otro su desolado corazón. Ella pude navegar en otras aguas, arriesgando la vida, pero tiene miedo y le provoca un justificado temor. Le viene a la mente una canción que ella canta entre labios cuando camina de aquí para allá, llenándose los ojos de aquél día de aquél ayer. Es una historia que sólo ella conoce, no puede contársela a nadie, no puede ser, los sentimientos íntimos se llevan muy guardados allá, en un lugar que nadie ni remotamente puede penetrar, ni pensar que existe ese lugar. Ella misma es un hálito, un secreto, un silencio con bajita voz.
Este sentimiento enlutado acapara la mente y las horas hábiles. Los dos, cuando milagrosamente se encuentran en la noche, se ven entre una ciudad de espejos. Caminan en medio de aguaceros, relámpagos y truenos. Una tormenta. Un torrencial. Ella lo ve partir y llora, y no duerme por tanto llorar. Él aguarda porque sabe que ella tiene una férrea y enorme voluntad. En las penumbras de los sueños burlan a sus vigilantes y se toman de la mano, se acarician, se recuerdan y se comunican sus intimidades.

Cada quien por su lado viven los días, las noches, sin embargo, sin que nadie lo sepa, están siempre enlazados los dos. Se trasmiten secretas palabras por medio de un hilo fino que atraviesa la luz, sin interferencias, sin mensajeros, sin que nadie pueda saber. Los sueños son, quien lo dijera, su eterno nido del que nadie nunca podrá imaginar. El corazón de ella golpea y grita y quiere salirse de su pecho. Él no se imagina, pero ella sufre, quiere estar allá, donde él está. Este hombre vaga por las calles de Dios. Puede tener una nueva ilusión, una aventura, una obligación, otras bellezas que acariciar, pero ella duda porque no sabe qué piensa este hombre cuando piensa, si volverá o no. No cree que los años pasen rápidos. Ella se pasea por las noches y ve las estrellas nuevas que traen los presagios de un día feliz.

La mujer con su corazón en la mano hierve por dentro y se deshace en sudor. Camina sobre la luz y atraviesa los mares de los tormentos. No tiene sosiego. Pero el hombre, un día, le dictan las estrellas, seguro, volverá con la mochila al hombro, cansado, deseando dormir en sus brazos. Traerá un dolor y ella no sabrá por qué, lo arrullará y le cantará una vieja canción. Él se verá en los ojos de ella y ella dirá, tú me rejuvenecerás. Las aguas permanecerán en calma. Ella reverdecerá y no habrá nadie que le evite llorar por la felicidad que siempre esperó sentada en un sillón, abanicándose, sembrando un lirio, una blanca mariposa, recibiendo las tibias manos de un nuevo amanecer.
Ella le dice al oído, mi amor por ti es un pequeño niño que arde muy dentro de mi corazón. No lo puede bien explicar, pero siente unos fogosos besos que le cunden el cuerpo y le queman la piel. Ella lo sabe y lo sabe bien, sus arterias se inflaman, su mente se enciende, la cabeza se le parte en dos; su cuerpo se consume. Qué larga espera. Esta mujer es un misterio. Nadie sabe quién es. Las horas se hacen días, los días meses y los años, siglos. Los duendes de los espejos le dicen, él viene a prisa, como vienen todos los enamorados, viajando encima de un pájaro de fuego, él quiere llegar antes de que vengan los vientos y vendavales del siglo. Su fe es una gran tempestad, nada queda a su paso.

Él llegará a tiempo, se lo prometen también las hadas. Ella, enamorada, se acuesta y espera ser despertada con un beso inspirado y un rayo de sol. Ella, cerrando los ojos vivirá, incendiada en una llama eterna, esta última historia de amor.
El olor a ceniza viene de los campos quemándose y trae presagios del fin del mundo. “El mundo se va a acabar” y la gente ve hacia el sol, mientras que ella calla. Su amor es grande y no ve más que un cielo encarnado intenso, es su destino incierto y escucha una temblorosa voz. Sus ojos son el universo, y su alma un desfile de ángeles que se entusiasman cada vez que escuchan una oración.

La oración del medio día, la de las doce, en la iglesia, suspirando por aquello que le da paz y armonía a su interior, desde donde Dios la escucha y la ve como una alborada y sabe que es ella, la misma, aquélla mujer que no pierde la fe. Se glorifica. Bajan los ángeles y en coro le cantan una callada y alegre plegaria con salmos y velas encendidas para que no sea doblegada y quiebren su recia y férrea voluntad.

Él vendrá, le susurran al oído, trae flores y un diario escrito con tinta color sol donde narra paso a paso su días de desolación y de cómo se escribe esta historia de amor. Es un libro tan grande que sólo él puede cargar, ilustrado con imágenes de tiempos remotos y de cuando los dos se paseaban por los parques y jardines de la ciudad, de cuando corría tras los pájaros de los veranos y las tardes felices; de cuando él los domingos, con traje de ocasión, se paraba frente a su puerta grandioso, llevando flores, palabras agradables, entusiasmo desbordado, semblante reluciente.

De cuando asistían al cine tomados de las manos, de cuando recorrían los pasajes de mármoles lustrados y aparadores de espejos, de cuando brindaban por los dos, de cuando él le confesaba su vida pesarosa, donde aun teniendo infantes, no había amor; de cuando ella se vestía frente al espejo y era una princesa, de cuando recorría las calles del centro y pedía un helado y lanzaba sus carcajadas como una fiesta musical, ay, es un hombre inteligente con gran sentido del humor; de cuando viajó por barco y regresó en el mismo barco para contar las maravillas del mundo, de cuando festejó sus quince años y bailó su primer vals.

Entonces se dijo que era el último vals de aquellas épocas porque en la radio empezó a trasmitir extrañas voces con sonidos eléctricos, de cuando estaba sentada en la banca de Plaza de Armas mirando pasar las prisas, la caída de las hojas, los saludos sorpresivos y puestas de sol. Y de cuando, finalmente, viajó y no regresó sino hasta que supo que aquí la esperaba el hombre que le endulzaría y haría sangrar felizmente el corazón.
La mujer duerme y viaja por las estrellas de los desvelos. La ciudad es un acontecimiento cuando se habla de este esplendor. En siestas del medio día, ella camina contrariada por paraísos perdidos y no encuentra noticias de él. Despierta llorando, molida y agitada. El hombre se entristece porque los días y las noches son eternos. La niebla de su loco destino lo conduce por caminos equivocados donde fieras y grandes gigantes lo esperan y dicen, este es el mejor camino y termina en fangosos pantanos, selvas impenetrables, lagos rojos y lagunas llameantes. Ella no lo sabe y dice, fastidiada de tanto esperar, mi corazón triste, muy a mi pesar, quizás, finalmente, algún día lo pueda olvidar. 

Y asiste cada día, al despuntar el alba, a la iglesia, reza, se desprenden palabras que provienen de los Cánticos y de una leve brisa perfumada de un lejano lugar, trayéndole noticias le dicen, no lo olvides, mujer, no debe tardar en llegar. Es cosa de paciencia. Los brillos del sol le alfombran el piso por donde ella debe pasar. El medio día sale al paso para anunciar la festividad del anticipado gran acontecimiento que de un momento a otro ocurrirá. Ella ríe y ve que en las calles el sol se convierte en un pesado silencio, bañado en sudor. Es un fenómeno asombroso y anuncia que todo lo que ocurre aquí desquicia y perturba la mente.

A pesar de todo, el sol tiende los brazos a ellos dos y los envuelve en una intensa luz y se incineran en besos, sin decirse una palabra, sin recordar cómo cada uno sobrevivió a las fieras tentaciones y provocaciones de quienes confiados creían poder horadarles el corazón. Venciendo, cada quien con valor, los diarios peligros de un beso robado y de nuevas palabras sin calor, careciendo del aromático néctar y de la faz con una tersa piel. Con el tiempo, el árbol crece y la fruta madura. Paciencia, el tiempo lo dirá. Nada, nada se da, y cuando no se da, no se da, es mejor esperar.

El amor tiene una raíz tan profunda que no es fácil de arrancar con unas cuantas palabras astutas escritas para disfrazar o engañar.
En los últimos días las horas se suavizan. Se reduce el tiempo. El reloj va deteniendo su marcapaso. Los relámpagos de luz se adelgazan y es un agua brillante que desliza por toda la casa. Al medio día el astro se queda en espera para ver el acontecimiento. Ella despierta como alucinada, ataviada siempre con vestidos de flores y olanes y se pasea arreglando aquí y allá; recorriendo los amplios corredores de su casa de tradición colonial y detalles artesanales, motivos trasmitidos también por él; poniendo floreros por todos los rincones, regando los jardines, moviendo los muebles, escuchando canciones, no descansa pensando que algo falta por arreglar, pone manteles, pinta paredes, arregla cortinas, cocina y canta y canta con los pájaros que saben y conocen esta bella historia de amor.

Finalmente, se cansa y cae rendida, duerme y repentinamente se levanta y en la víspera del onomástico de ellos dos, coge el viaje de la última barca que sólo se dirige hacia un lejano lugar donde se supone duerme él, bajo sábanas azules, en otro clima más agradable, frío y templado que nada tiene que ver con el trópico, muy lejos de aquí, más allá, de donde él dice que vio los primeros días de sol. Un lugar de héroes, fiestas con luces en el cielo, artesanías preciosas, avenidas con árboles gigantescos. Donde la música y la poesía provienen de sonoros metales que arrullan el alma y se duermen en camas de seda y algodón. Ella lo ve triste y añora el timbre pausado de su voz.

A veces lo ve alegre y recuerda cómo disfrutaba su genio divertido, la coincidencia de la mocedad; sus placenteras historias cotidianas, las largas pláticas de sus pinturas sobre lienzos en la piel; las experiencias con las practicantes que lo rodeaban; las murmuraciones que era el pan de cada día y que bien les servía para entretenerse y reírse los dos; de su entusiasmo seductor, hasta de como hablaba y su inteligencia insuperable, pensar pensando, hilando, definiendo, embelleciendo la ilusión. Ante todos los demás, un gran señor. Difícil de pasar por alto, es un hombre discreto, será de otro lugar.
Un día, sin proponérselo, ella se encuentra cruzando un cielo huracanado que la arrastra a otro cielo con otro río y con otra laguna y a otros tiempos donde no sale nunca el sol. Mientras, la ciudad respira hondamente, se ahoga y su piel de arena se crispa sin poder siquiera lanzar un auxilio, está inerte, desprotegida, buscando un poco de ternura y humanidad. Quien conduce las vidas, aún con el último crepúsculo, le promete a ella que la llevará donde ese hombre espera sombrío con su oprimido corazón. Él no está muy lejos, le promete, vive donde le cantan mujeres como cantan las sirenas, pero ella es su verdadero amor, no la cambia por nada ni por mil sirenas que le brindan sus cuerpos y sus labios sangrantes por tanto ofrecer amor.

La brisa entre paisajes de cuentos y cielos de espejos deja escuchar una sonora voz. Ella está cerca. Escucha su voz, él no debe de estar muy lejos. Hay que seguir remando, sin prisa, pero sin descanso.
La ciudad sin ella tiene dolor. Llora y derrama llanto de luz. Y las sombras, como es su costumbre, van anchando sus pulmones y con todas sus fuerzas poco a poco se van bajando por los tejados, suspirando como diciendo adiós y dicen por fin adiós aunque el adiós como todos los adioses son dolorosos y ellas sienten ese dolor. Quieren llorar porque ella emprende el largo viaje hacia donde él está y tal vez no vuelva más.

Nadie sabe si ellos dos volverán. Se lleva con ella sus últimas ilusiones, muy secretas. Su mirada sombría es un extraño mundo. Sus manos pequeñas tiemblan heridas. Su tono de voz se debilita, es un fluir de oraciones. La noche enciende sus velas y ella camina por encima de aguas enrojecidas. Cuando despierta, está segura de no perder la esperanza y observa las pocas nubes que se enlutan y vierten torrentes de lágrimas. Las golondrinas ¿dónde están? Un niño corre tras un perro que ladra. La madre grita ¡Niño, ven acá!
Ella le dice, ¿te cuento mi historia? Él niño sonríe, ni tú ni yo sabemos el final. ¿No sería mejor esperar? Ella, cuando baja el sol, se vuelve una soledad indecisa y nostálgica. Su deseo permanece entre las brasas, nadie lo puede ni siquiera tocar. Las huellas de aquél hombre permanecen frescas en su piel, es como una rara loción que sólo ella reconoce su olor. Sus labios conservan, por encima de otros labios, sabor de tinta imborrable hasta nunca jamás. Porque otros labios, cuando ella se arriesga a besarlos, no le saben igual, por eso cuando ofrece sus labios a un beso ajeno cierra los ojos para no pensar. Los ajenos besos son de hiel. Le producen un frío sabor. Otra piel le produce ardor. Delicadamente, disculpándose, ofrece un beso breve como bendición.

Su amor por aquél hombre se eterniza y es fiel al no comprometer el tiempo, las horas, los días y las noches que sólo a él le dedicó. Sabe permanecer en silencio y se guarda sus pensamientos. Sus ojos despiertan en la madrugada y le dedica una oración, muchas bendiciones para que ese día le vaya mejor. Bendito ese hombre que supo sellar las puertas de su corazón y para su seguridad, hay que ver, ¡hágame usted el favor!, hasta las llaves se llevó. Qué hombre, amigo, sólo puedo creerle porque usted dice que ella misma se lo contó. 
Nadie conoce la historia final de esta historia de amor, pero viendo las cosas como están, este hombre será por siempre el dueño entero de esta hermosa mujer que siempre lleva la cuenta de cuando se conocieron y de cuando también nunca morirá su amor. Ella siempre le dedicará sus sonrisas y alegrías escondidas. A ese hombre, por sus facultades, hay que escribirle su historia, una biografía insólita, una breve canción con sinfonías colmadas de incienso porque no habrá otra mujer como ésta que le ame tanto y que él, aunque no quiera, tanto amó y cuando él lea esta plegaria derramará lágrimas y sentirá un doloroso dolor y volverá a sentir la sangre que le quema los huesos y no podrá contenerse, porque no es de palo, todos somos humanos, y como el pájaro de la noche volverá al nido de ese impávido y paciente y compasivo corazón.

Ella, sin que pueda evitarlo, por fin volverá a hablar de amor, largas horas y sendas pláticas de amor, desarreglará nuevamente su tiempos y no hará caso a su reloj, sin importar el día, la fecha, una noche, una madrugada o un atardecer. Junto a él volverá a vivir los días de acuerdo a los ímpetus de su corazón, desenfrenados, corriendo para no llegar tarde; esperando con ansiedad, si pensar que alguien la espera o que le diga qué tarde es; y festeje la fiesta de amor, mientras sentada en un jardín, con los ojos puestos al cielo, mirará los pájaros del atardecer, señalándolos, por pura diversión. Será entonces cuando se escriban los capítulos de esta última historia de amor. Él y ella, dirán, el destino es extraño, nunca, por nada del mundo, nos separó.

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