No fue una invasión extranjera la que nos dejó sin patria: fue una invasión interna, lenta, calculada, con sonrisas en público y acuerdos en privado.
CRÓNICA
Por: La Palabra Política.
CDMX, 14 de agosto del 2025.
La soberanía, dicen desde Palacio Nacional, es la joya más preciada de la República. La pronuncian en mañaneras como quien recita un salmo sagrado: “No vamos a permitir nunca que se vulnere; y si llegara a vulnerarse, hay un pueblo entero para defender su patria.” Es un coro ensayado, repetido por senadores, diputados, gobernadores y secretarios de Estado de MORENA. Como una consigna que baja por escalones de mármol desde el Salón Tesorería, hasta colarse en cada discurso local.
Pero el eco de esas palabras suena hueco cuando se contrasta con la memoria viva de un país que ha visto cómo su soberanía no fue arrebatada en un campo de batalla extranjero, sino entregada a pedazos, en pactos silenciosos y acuerdos en la penumbra. No se perdió cuando Donald J. Trump amenazó con enviar tropas a combatir cárteles. No. Se perdió mucho antes, en la intimidad de las oficinas políticas, cuando los custodios de la nación hicieron migas con los amos de la violencia.
La soberanía se extinguió el día que los narcos empezaron a decidir quién sería gobernador y quién no. Murió un poco más cada vez que un alcalde aceptó el maletín y entregó las llaves de su municipio a quienes controlan rutas, vidas y miedos. Se difuminó cuando, bajo la bandera de la “transformación”, se permitió que el crimen organizado financiara campañas, no como un rumor, sino como un pacto tácito.
Y mientras tanto, desde el atril de las Mañaneras, se repetía que no había delincuencia, que los homicidios “iban bajando”, que las desapariciones “eran inventos”. Es ahí donde el concepto de patria se volvió un espejismo. Porque un país que niega sus muertos, que calla a sus desaparecidos, que maquilla cifras y esconde expedientes, ya no defiende su soberanía: la negocia.
Hoy, se nos quiere convencer de que el enemigo que amenaza nuestra independencia está al norte, en Washington, disfrazado de operaciones de seguridad. Pero el verdadero enemigo ya vive en casa, ocupa cargos, dicta políticas, reparte contratos. No lleva uniforme militar extranjero: viste guayabera blanca, traje oscuro, o incluso la chamarra de campaña con el logotipo de la 4T.
La soberanía no se pierde cuando un gobierno extranjero señala al narcotráfico como terrorismo. Se pierde cuando en cada esquina de México se cobra derecho de piso, cuando las madres buscan a sus hijos en fosas clandestinas, cuando un comerciante debe pagar por vender pan sin miedo a morir. Se pierde cuando la política deja de ser un escudo para convertirse en un brazo administrativo del crimen.
No fue una invasión extranjera la que nos dejó sin patria: fue una invasión interna, lenta, calculada, con sonrisas en público y acuerdos en privado. Fue una entrega voluntaria disfrazada de resistencia nacionalista. Y eso, lo sabe cualquier mexicano que aún se atreva a mirar de frente la verdad, duele más que cualquier amenaza que venga de fuera.
Porque la soberanía de México, esa que se invoca con voz grave en las mañaneras, no la arrebató un soldado extranjero. La enterró, con sus propias manos, el poder que dijo venir a defenderla.


