• MERY CUESTA
Martes, 29 octubre 2019 – 02:19
Klaus Kinski en ‘Nosferatu’, de Werner Herzog.
La Cinématheque de París acaba de inaugurar una esperada exposición sobre el mito vampírico y sus diversas reencarnaciones. Vampires: de Drácula à Buffy recalará en los Caixaforums de Madrid y Barcelona en 2020 para ahondar en las claves de porqué la figura del vampiro ha sido empleada por creadores de diversas disciplinas durante más de un siglo, y porqué aún hoy tiene tanto calado en la sociedad contemporánea.
La exposición emplea el cine como hilo conductor para desarrollar un relato que arranca en la Edad Media, cuando en la Europa Central se extiende un rumor sobre una criatura horripilante llamada «vampyri» que acecha los cementerios para alimentarse de sangre humana. Este relato será transmitido generación tras generación, viéndose enriquecido con tintes sensuales e incluso heroicos. La figura del vampiro seguirá su andadura en los siglos XX y XXI en el seno de la cultura popular, deudora del vampiro como criatura romántica que fijaría en el imaginario la novela de 1897 Drácula de Bram Stoker. Atraído por el ocultismo y por el psicoanálisis, Stoker recrearía un personaje temible, fascinante y perfumado por la melancolía. La primera película de referencia sería Nosferatu (Murnau, 1922) adaptación no autorizada del libro de Stoker y joya del cine expresionista. Este filme dejará patente que el cine es el medio de expresión ideal para el mito del vampiros, porque ¿qué es el cine si no un juego de luces y sombras, una ilusión en la que la muerte y la resurrección son hechos naturales, en la que los cuerpos que no envejecen? A partir de Nosferatu, el vampiro se moverá en la sombras de la sala de cine con total naturalidad a lo largo de la historia.
El cine seguramente sea el disparadero más jugoso y obvio para abordar las reencarnaciones del mito porque es la olla donde cristalizan todos los clichés. Sin embargo, existen en paralelo otras representaciones desde el arte que viene a glosar y enriquecer el mito, y que en la exposición se han colocado estratégicamente como pequeñas perlas. El telón de fondo ante el que se agita el vampiro y las criaturas de la noche es el del romanticismo oscuro como atmósfera estética y simbólica. Los paisajes brumosos y tenebrosos del pintor alemán del siglo XIX Karl Lessing -influenciado por Friedrich- son el aire arquetípico que respira el chupasangres en su vertiente romántica y seductora. Las pinturas de Lessing, igual que las de algunos autores nórdicos del siglo XIX que recrean paisajes crepusculares, son en realidad representaciones de estados de agitación interior.
Estas turbaciones se conectan con un sentimiento nacionalista (aquel que subyace en la pintura del romanticismo), pero evocan también las pulsiones entre el sexo y la muerte que laten en el mito del vampiro. Ya en el siglo XX, la faceta más pesadillesca de la pulsión eros-thanatos queda bien expresada en las ilustraciones del austriaco Alfred Kubin -alma atormentada y buen amigo de Kafka-, o del francés Gaston Redon quien redunda en la identificación del paisaje con el estremecimiento interior. Edvard Munch y la pintora surrealista argentina Leonor Fini recurren a la versión femenina del vampiro: el primero, en un cuadro con diversas versiones titulado Amor y dolor, en el que una mujer muerde a un hombre vestido de gris, una imagen elocuente sobre su visión del amor como sometimiento y fuente de angustia. Fini, esotérica y única, realizará retratos de la vampira lesbiana Carmilla inspirada en la novela de Le Fanu, con todo el misterio y la sensualidad que era capaz de reflejar en sus mágicas pinturas. En los años 30, Max Ernst llevaría el vampiro al páramo del surrealismo macabro con sus collages para la novela gráfica Una semana de bondad, donde deja patente que el vampiro es ya un icono (es la época de popularidad del Drácula de Bela Lugosi en el cine) añadiéndole una capa de crueldad y de humor negro propiciada por la técnica corta-pega del collage.
DE BELA LUGOSI A IVÁN ZULUETA
En los años 60, el vampiro ya es definitivamente un icono pop. Su transmisión a través de los medios de la cultura popular tales como los cómics o las novelas pulp además del cine y la televisión, hacen que el vampiro pueda ser una carcasa que se llene de otra cosa, es decir: se vuelve un receptáculo para vehicular nuevos argumentos. Andy Warhol emplearía en 1963 el icono del vampiro en la piel del Bela Lugosi para sus serie de serigrafíasThe kiss, una visión sobre la vampirización del cinéfilo por parte del cine (algo que subrayaría el cineasta Iván Zulueta en la imprescindible Arrebato), pero para abordar también el hambre del otro. La serigrafía se relaciona con un vídeo del mismo título en el que tres parejas se dan frente a la cámara besos de tornillo de tres minutos: el acto amoroso se convierte en carnívoro.
El vampiro es un maldito de la sociedad, y este malditismo le hará ser recipiente ideal para encarnar conflictos políticos y económicos. Goya supo entenderlo y, pionerísimo, dotaría de simbolismo vampírico a la figura del murciélago en algunos de los Caprichos y los Desastres de la guerra, estampas en las que estos chillones animalillos son metáfora de los abusos al pueblo por parte del poder. A partir de los 70, artistas como Niki de Saint Phalle, Mike Kelley o Jean Michel Basquiat emplearían el murciélago y el vampiro y sus declinaciones como símbolo de causas a combatir, tanto comunes como propias. Basquiat en su pintura Beast refleja un hombre negro que puede asemejarse a una criatura vampírica para aludir a su condición de outsider dentro de aquel entramado snob de galerías de los 80. Pero quizás también aludía a través del monstruo a su propia adicción.
Aunque el vampiro es un icono comercial, también puede encajar en contextos de corte muy experimental. En España hay excelente ejemplos en el campo del cine tales como el filme Vampyr-Cuadecuc de Pere Portabella, los cortometrajes homoeróticos de Pierrot (personaje del undeground barcelonés de los 70), la citada Arrebato de Iván Zulueta, o Historia de mi muerte del premiado Albert Serra.
A la postre, el vampiro personifica idealmente la noción de transgresión: la de propio ciclo de la vida y la muerte, y por eso es un vaso ideal para llenarlo de otras transgresiones sean de carácter político, social, religioso y, sin duda, sexual. Pero, principalmente, apela a cada uno de nosotros a través de otra idea: el vampiro vive alerta, concentrado en la búsqueda del Otro; su soledad se relaciona con un presente en el que, conectados ilusoriamente, estamos cada vez más solos.