CULTURA
Por: Alejandro Lanestosa Rabelo
La escritura es lo que separa la prehistoria de la historia; de ahí su importancia. Entre las cuneiformes en Mesopotamia y los jeroglíficos egipcios, comenzó lo que más tarde se convertiría en documentos históricos y literatura. La “Ilíada” de Homero, los libros de Heródoto y Jenofonte, las Filípicas de Demóstenes, los diálogos de Platón, la “Eneida” de Virgilio, los “Anales” de Tácito, las “Meditaciones” de Marco Aurelio, “La Ciudad de Dios” de San Agustín, las revelaciones a Mahoma, “El príncipe” de Maquiavelo, “La Nueva España” de Bernal Díaz, “La tempestad” de Shakespeare, “Fausto” de Goethe, los poemas de Sor Juana, las novelas de Agatha, los cuentos de Borges, “El laberinto de la soledad” de Paz y muchos más, conforman una miscelánea de poesía, historia, novela y filosofía heredada por estos grandes escritores. Pero antes de todos estos títulos, existió el primer poema épico de la historia: “La epopeya de Gilgamesh”.
Se trata de la travesía del rey Gilgamesh en busca de la vida eterna. En este viaje se da el encuentro del mismo con una pareja de ancianos, únicos sobrevivientes del diluvio que mandaron los dioses; sí, uno muy parecido al que se narra en la Biblia.
Este poema fue rescatado de los restos de la biblioteca de Ninive; capital asiria en el actual Irak, y fue destruida por los Babilonios en su segunda etapa importante: la del rey Nabucodonosor.
A partir de entonces, la escritura nos ha acompañado en cada etapa de la historia; han pasado milenios y los libros se siguen leyendo. La escritura no se adapta a los tiempos; los tiempos se adaptan a ella, y los seres humanos debemos sumergirnos en ese universo repleto de cultura y conocimiento. Tal vez así, al final de nuestros días, estaremos más cerca de alcanzar la sabiduría.
