La Misteriosa Búsqueda del Tiempo
A través del tiempo las fui obteniendo y conservando por pura coincidencia y casualidad. Luego, una por una, las fui archivando, hasta reunir un gran número de ellas. Antes de archivarlas me detenía observándolas tratando de desentrañar algún misterio que pudiera existir en esas antiguas postales. Me seducían los personajes que me observaban perplejos, recelosos y desafectados.
La ciudad con sus pequeñas calles que se desvanecían pálidas y en colores sepia y negro. Con ávido interés quería adivinar cómo era la vida en aquellos años. Qué había más allá en cada imagen que el ojo mecánico de la cámara no pudo capturar. Cuando veía las calles solitarias y el sol perfilando las sombras, podía sentir los intensos rayos solares y calor de aquellas horas. Y me hacía la pregunta, qué acontecimientos importantes sucedían en aquellos instantes, mientras el artista buscaba el ángulo exacto para captar la imagen prodigiosa. De cómo el tiempo había quedado aquí impreso, eternamente. Sin habérseme recurrido la simple respuesta que fue gracias al artilugio del celuloide de una cámara fotográfica.
Me extasiaba largo rato viendo rostros, expresiones alegres y, a veces, desconcertantes. Muchos fastidiados y ajenos al extraño que fijaba su lente frente a ellos, buscando el ángulo y la luz perfecta. Los hombres vistiendo casimires, corbatas y sombreros de la época, fuera durante la lluvia o por el implacable sol. Las mujeres y niños en su anónima cotidianidad, sin percatarse de su inmortalidad. La pequeña ciudad emergiendo de la atmósfera espesa y pastosa. El cielo lacerante, gris y opalino.
Por aquellos lejanos años cuando fui coleccionando las postales nunca creía hacer uso de ellas. No se vino a la mente escribir un tema que se relacionara con la antigua ciudad. No tenía historias que contar. Sólo imágenes que se referían a instantes y momentos de la vida humana y aspectos urbanos de una antigua ciudad, un pueblo. Algunas de ellas las descubrí casualmente en algunos reportajes publicados en revistas o libros de historia. Pero no me producían el mismo sentimiento de nostalgia y tristeza a las originales que yo tenía archivadas. En aquel tiempo dedicaba los días a escribir sobre temas políticos y redactar algunos textos literarios, alejados de la vida urbana. Debo de confesar, sin embargo, que mi atracción por la antigüedad de las imágenes, su decoloración, la desintegración, los personajes con su vestimenta, sus gestos, me han originado siempre extrañeza por la vida pasada y la inmovilidad del tiempo. Con la interrogante, ¿cómo era la vida entonces? No como recuerdos, sino más allá de lo que no recuerdo. Lo imaginario y la fantasía. Los sueños que fueron y, otros, aún por soñar.
Desde mi infancia he sido un aficionado al cine. A través de las películas consagré el gusto por el arte de la imagen. Cuando asistí por primera vez a una sala cinematográfica del pueblo donde una vez viví, siendo muy chamaco, parado, obligado por el gran número de asistentes y el intenso calor, quedé fascinado por la animación de las imágenes, más que por contenido del guión cinematográfico. Lo que no comprendía por qué llovía durante todas las escenas. Sin embargo, con los años, me llevó a descubrir que eran cintas defectuosas por el tiempo o por el viejo proyector.
Después de este descubrimiento me convertí en un fanático del cine. No había función que no me perdiera, fueran días de semana por las noches o los domingos de matiné. El mismo domingo por la noche porque exhibían películas de estreno y no me las podía perder.
Así como mi niñez en el campo no conservo una historia de familia. Sólo imágenes de árboles, lagunas, el canto y el amor por los pájaros y los caballos, el fuerte aroma del pasto, el sonido quebradizo de hojas secas, la insondable bóveda celeste con cielos estrellados. Días despejados y nublados. Lluvias torrenciales. Grandes inundaciones. Amaneceres y soles crepusculares. Lunas refulgentes, luciendo impecables por los profundos oscuros azules que me producían imaginaciones y fantasías sorprendentes. Descubriendo en su rostro visible, según me explicaba mi madre, los rasgos de una anciana sentada tejiendo. Esa figura asemejaba las sombras de los cráteres. Sentir la suave brisa en mi rostro y brazos.
Las fuertes ventoleras que producían remolinos con hojas secas que se desprendían de los árboles. Las noches profundamente oscuras que me ocasionaban mucho miedo por los ruidos extraños que escuchaba. Es lo que claramente conservo en mi memoria. No puedo relatar la vida familiar porque sólo recuerdo pasajes como sombras que iban de un lugar a otro. Voces con las que no puedo construir un relato, un hecho relevante, una historia. Apenas intuyo el trato entre mis padres y hermanos.
Pero no tengo claro de qué hablaban. ¿Cómo se relacionaban unos y otros? Sólo presiento de qué modo me movía entre ellos. En cambio persisten imágenes fijas, inéditas de la naturaleza que me producían encanto y fascinación. Cómo la naturaleza se modificaba conforme los días, las horas o las estaciones del año. Cambios que conforme transcurrían las horas sucedían para mis ojos sorprendentemente. Esas transformaciones me llegaban a fascinar tanto que me alejaba de la realidad y dejaba de poner atención a las actividades domésticas de mi familia.
Me hallaba muy lejos de su mundo.
Nunca supe ni me hice la pregunta por qué dejamos el campo y por qué fuimos a una ciudad de que la que realmente nunca tuve conciencia de ella. Abandonamos la casa del campo una madrugada, como si escapáramos de alguien. No fue así, pero de ese modo lo presentí. Recuerdo que antes de salir de aquella casa donde me llené los ojos de verdes, agua, cielo y nubes, grabé un dibujo en una de las ventanas de madera. ¿Qué fue lo que dibujé? ¿Mi conciencia me dictaba que algún día regresaría a este lugar para que recordara qué había sucedido aquella madrugada?
Dolorosamente, fue así.
Después de muchos años, siendo ya un hombre, el destino me llevó a ese lugar y ahí permanecía la señal: una equis. Una señal que, estoy seguro, fue el gran dolor que sentí al abandonar mis sueños y fantasías. Todos los elementos, el gran mundo, que componían mi felicidad infantil. Pero ningún suceso que me revelara la vida familiar, mis padres o mis hermanos. Sólo el universo inmenso de aquella fantástica naturaleza que me llenaba de alegría, inspiración y en ocasiones, nostalgia y tristeza.
No sé en qué transporte viajamos del campo a la ciudad. Recuerdo que durante el viaje en el autobús, veía girar a gran velocidad el campo. Tenía la impresión de estar girando en el mismo lugar. Nunca recuerdo cómo llegamos a la ciudad. Tampoco cómo nos hospedamos. Nada escuché la noche anterior del viaje. No recuerdo la hora en que me acosté a dormir ni la hora en que me despertó la familia. Menos conservo en mi mente de cómo me vestí y si tomé o comí algo.
Vagamente recuerdo que salíamos antes del amanecer. Debí de haber sufrido un gran impacto emocional en aquél momento porque aún conservo en mi mente un sólo el silencio de un lugar extraño y desconocido. Debió de ser un camión grande para que nos transportara al lugar donde debíamos tomar otro y otro hasta llegar al destino donde vivía mi hermano mayor. No debíamos llevar más que envoltorios de ropa, si no teníamos más que eso. En la casa sólo había viejas hamacas, catres, una pequeña mesa y un quinqué. De eso si puedo acordarme un poco. Todo lo demás no era nuestro.
El pueblo no despertó en mí ningún sentimiento. La nueva atmósfera, la gente, las calles, lo novedoso, me alejaron de mis sueños y fantasías. La escuela me aburría. No recuerdo a los maestros ni los rostros de mis compañeros de estudio. Tampoco el grado que estudiaba ni los libros que leía, menos que tareas me debía entregar al día siguiente. Durante mi nostalgia, recordaba los pinos y el pozo que había en el camino, cuando vivíamos en el campo, y acudía con mi hermano Ignacio a la escuela.
En la época de calor, rumbo a nuestra casa, nos deteníamos ahí y disfrutábamos la sombra y el zumbido armónico que producía el viento con las ramas de los altos pinos. Era un montículo. Desde ahí podíamos ver ensimismados todo el campo y el horizonte, cómo el rutilante sol lo convertía en un alucinante territorio. Imaginario. Como imaginario debio de haber sido la escuela con un árbol floreado de franboyan y la niña blanca con ojos azules y cabellos largos sobre sus hombros. El primer descubrimiento del amor y, con los años, convertido en un sueño íntimo y reservado.
Recuerdo, nebulosamente, cuando acudía al mercando con mi padre, y mi hermano mayor, donde tenían un expendio de café molido. Nada de lo que ahí veía me atraía. La atmósfera no despertaba en mí la placidez del día o las horas, las mañanas o los atardeceres como en el campo. Con los años mi mente conservaría aspectos generales de un pueblo, el parque, la alcaldía y pequeñas calles sin saber hacia dónde me podían conducir. Conservo únicamente en la memoria, la calle principal que me llevaba de mi casa al mercado y de regreso. Un ir y venir por la misma avenida, nunca me atreví a rondar aquella ciudad extraña, para mí rocosa, inerte, fría y sucia.
Fue hasta que en una de esas idas y venidas, descubrí un cine en una esquina. Un día me detuve a ver sobre la pared, que sin saber, una cartelera. Me llamó mucho la atención que debí de haberla comentado con alguien porque un domingo me llevó al medio día al cine. En la sala había un intenso calor y la gente, en los pasillos, estaba de pie. La sala estaba llena y oscura. De pie vi la función. Con asombro y sin poder descubrir el misterio de la película, no me explicaba por qué llovía durante todas las escenas. En este caso mi mente sí retuvo el suceso. Se trataba de una película de Tarzán. De modo que el personaje se movía en la selva. Pero, como el tiempo descubrí que no llovía, sino que era una cinta defectuosa por su antigüedad y el uso.
Ahí fue donde descubrí un nuevo campo para recrear mi mente creadora. Con el insólito acontecimiento me fui alimentando de imágenes sorprendentes, personajes, historias y paisajes que nunca antes había visto. Descubrí las emociones y expresiones desconocidas de los seres humanos. Las caricias, besos y abrazos de los actores me fueron produciendo sentimientos que me estremecían profundamente, incluso la impulsividad que mi cuerpo empezó a sentirla como un cosquilleo extraño. Conforme me compenetraba en el fascinante arte del cine, sin darme cuenta, me convertía poco a poco en uno de aquellos personajes fílmicos. Cuando salía de la sala cinematográfica me sentía totalmente transformado. Mis ojos veían la ciudad diferente. La gente tenía otro comportamiento y descubría en ellas historias muy similares a la de las películas.
En ese mismo transcurso descubrí la radio. Fue otro suceso insólito. Dedicaba horas enteras mirando el cuadrante iluminado, tratando de adivinar de dónde provenían las voces y la música. En este caso, no recuerdo en cuándo descubrí su misterio. Después de estas revelaciones, el pueblo con su gente, y todo lo que lo rodeaba, aprovechando los encantos del cine y la música, lo fui construyendo con renovadas fantasías.
A cada función a la que asistía, más allá del entusiasmo que me producía la trama, como la atracción por las bellas actrices, sus regios peinados, ojos, y labios suculentos, sus cuellos espigados, le ponía mayor atención al movimiento de las imágenes. Al juego de la luz y sus múltiples contrastes de sombras duras y los altos contrastes en los rostros. Me sobrecogían las calles nocturnas y los reflejos horizontales que provenían de las paralelas o edificios inermes. Las ciudades bañadas por irradiaciones que iban de la oscuridad hasta su desvanecimiento con la luz escasa, un tanto extrañas y misteriosas.
Las películas en blanco y negro me generaban un profundo sentimiento de melancolía. Lo mismo que las sombras, su grisura y la sobriedad de la luz. Los paisajes urbanos. El campo y los crepúsculos. La intensidad de las nubes intensamente blancas empañadas por mantos grises y negros. Las líneas del horizonte con los árboles en una combinación de absoluta abstracción. Las figuras humanas en siluetas y contra luz con la materialidad, moviéndose con discreción de un lado a otro, acercándose y alejándose de las cámaras. Los ojos negros que destellaban como cristales. Las resplandecientes calles asfaltadas por la suave lluvia.
Incluso, las diferencias entre la luz máxima y mínima donde actuaban los personajes, me ocasionaban sentir cierto grado de añoranza, remontándome a sueños y fantasías distintas a las que se referían las historias, proyectadas en las pantallas. Observaba con aguda atención la gradación de la iluminación y sus tonos que resaltaban los claros con los oscuros. Muchas de aquellas imágenes fijas las conservaría para siempre en mi memoria. No recuerdo los pasajes del guión cinematográfico, sino los cuadros fotográficos en suspenso.
De ahí me nació el gusto por la fotografía en blanco y negro. Su cualidad de atracción mayor me produjo intimidad y silencio. Años más tarde me sorprendería la modernidad con las películas a todo color, en cinemascopio, que conseguían trasmitir con mucho exceso los efectos del arte y composición en la producción de los filmes. Pero aun así, preservé mi afinidad por las películas en blanco y negro. Y por supuesto, pasión por la fotografía.
La fotografía fue para mí la historia recobrada con una fuerte atracción extraordinaria. Entre la fotografía y el cine es por sabido que existe una intensa afinidad difícil de separar. Por la misma razón me explico que tanto uno y otro me despierta el mismo interés y entusiasmo, atención y observación. Una me lleva a la otra. Con los años sigo con la firme afición por el cine y la fotografía en blanco y negro. Una fija y la otra en movimiento. La historia del instante e inmóvil y la que se desarrolla con fluidez de principio a fin, narrando el acontecimiento.
Corriendo el tiempo sustraje del archivo, de nuevo sin objeto alguno, las antiguas postales de Villahermosa. Se conservaban en perfecto estado. El tiempo, el paisaje urbano y los personajes continuaban ahí inmóviles, observando, esperando. Tal vez con la ilusión que alguien con artes mágicas las reanimara y dieran vida. Pensando en la falsa posibilidad me despertaron un sentimiento de soledad. Sin embargo, la envolví, y las archivé de nuevo. Por muchos años volví a olvidarme de ellas.
Cuando recreaba la mirada en las fotografías en blanco y negro publicadas en revistas especializadas, me acordaba de las archivadas. Imaginaba que se desteñían de color sepia y que en algún momento serían víctimas de del moho y la polilla. Las impresas en libros y revistas, en su mayoría, eran temáticas, principalmente de la época histórica del cine mexicano. Ahora me excitaba el interés por archivar publicaciones sobre el arte del cine. Conservar las imágenes de las películas consagradas, actores y actrices encantadoras, bellas y exuberantes.