Una vez más, este proyecto se llevó a cabo gracias a la generosidad de mi amigo Fernando Calzada Falcón…
Por: José Rodríguez Castro
CULTURA
Un fragmento del segundo capítulo. Es mi ópera prima. La novela moderna de Tabasco. De aquí parte el proyecto histórico de la narrativa novelada de la vida en el trópico. Continuó con las Doncellas, que luego les haré llegar otro framento, y de otras que pronto se editará a nivel nacional. Después con el fotolibro, Trópico Postergado por la Creación, obra que se editó a distribuyó a nivel nacional. Luego hablaré de los quienes contribuyeron para que se llevara a cabo el proyecto.
En este caso, como siempre, una vez más, este proyecto se llevó a cabo gracias a la generosidad de mi amigo Fernando Calzada Falcón. Pocos, de quienes han coincidió con mis ideas de libre pensamiento plural y desarrollo cultural y periodístico. Sobre todo en los tiempos sombríos que desde hace muchos años se viene sumiendo Tabasco. Donde poco a poco, nos vamos desdibujando y desconociendo. Donde parece indetificarse con nadie, con su época ni con el presente. La irracionalidad absoluta.
II
A esta hora, pensó Esteban, debe de estar por terminar la última función del viernes en el cine Tropical. El periódico también debe de estar por cerrar la última edición. Recordó que le habló temprano a Cleotilde para que le informara a su director que no iría a trabajar por cuestiones familiares, además de sentirse un poco mal y debilitado por el calor. El día siguiente estaría, a primera hora, para recoger su orden de trabajo. No confiaba en Cleotilde, pero era a quien debía darle el recado para su jefe. Seguía sudando. El carro también se estaba calentando demasiado por mantenerlo a marcha forzada. Continuaba pensando en la cita. Podía más la tentación que la curiosidad. Si alguien lo hubiera reprendido desistiría del interés que tanto le preocupaba en esos momentos. Esteban lo pensó, pero ese alguien no estaba a su lado. Estaba totalmente solo. No contaba con la lucidez de Leo Feline para discutir la razón de la cita y sus consecuencias. El deseo oscuro persistía como si hubiera dentro del él algo perverso que no había descubierto sino hasta en estos momentos. Pero Esteban trataba de justificarse, no era del todo condenable la intención de enfrentar una nueva experiencia.
Sin embargo, la aprensión le pellizcaba las tripas y lo bañaba en calor. Se daba cuenta que aún conservaba ciertos indicios del miedo que había tenido desde pequeño por la oscuridad y a los grandes aguaceros que cuando lo sorprendían en la calle, el golpe del viento y el agua en la cara, lo asfixiaban. También el terror que le causaba la voz colérica y amenazante de su padre, hombre duro y autosuficiente. Por las noches, el miedo a la oscuridad. Dormía tapado de pies a cabeza con la sábana, aunque el calor lo ahogara. Algo parecido empezó a padecer en estos instantes: miedo a una oscuridad desconocida. Una oscuridad que provenía del pensamiento y esta debilidad creía poder vencerla. Incluso, se armó de valor.
El miedo a la chingada, es sólo una aventura, pensó. Una aventura, recalcó mentalmente. Es una aventura, como en el cine, nada como para poner en riesgo mi amor por Pilar Santiago: Pilar Santiago le mantenía a fuego lento el corazón ardiendo. Un fuego que le daba fuerza a su corazón agitado. Una flama de luz de candil, siempre encendida, que lo alumbraba en la oscuridad de sus angustias. Paraíso con soles tibios y brisas marinas en las penumbras de sus noches sin dormir por tanto calor. Las fibras de su cuerpo eran sacudidas por ese amor que le aplacaba sus angustias y ansiedades. La veía con placidez en las narrativas de los libros que leía. La comparaba con las actrices de las películas que veía en el cine Tropical. La presentía en las canciones trasmitidas por la radio.
La llevaba en el pecho como un crucifijo cubierto de oraciones. Imposible de sustituirla, pensaba, por pasiones pasajeras y mujeres frívolas. Por las noches, cuando leía sus cartas, entre la hamaca y sintiendo los picotazos de los mosquitos, dándose palmadas en los brazos y el cuello, Pilar Santiago era un bálsamo curalotodo. La abrazaba con el pensamiento y su rostro descansaba en sus pechos desnudos. Podía disfrutar la calentura de su cuerpo y la calidez de sus piernas suaves de porcelana. Se le metía en el alma como las esencias de todos los jardines rociados por las finas lloviznas de todos los trópicos del mundo. Las palabras amenas y sencillas que utilizaba Pilar Santiago para escribir sus cartas, donde hablaba del alma y el corazón, lo alejaban de todas las malas tentaciones. Sus frases con fina caligrafía, eran bendiciones que lo protegían de los odios, los celos y los rencores.
Pero ahora, sin leer una carta, después de un mes, vivía momentos de inconciencia absurda, padeciendo una atmósfera brumosa donde no encontraba el motivo de por qué estaba ahora aquí. De dónde provenía el deseo erótico que le quemaba la piel y que podía más que sus pensamientos. Después de varios minutos, con la mirada fija hacia el parque, advirtió de pronto una palpable indecisión, preocupado por no poder comportarse inteligentemente ante una situación inesperada. Un escenario que no podía construir en su imaginación. Una cita temeraria y grotesca, atribuida solamente a las insistencias perversas de Virgilio. Una perversa idea que hasta en esos momentos, Esteban, se daba cuenta de ello. Esteban vio la hora en su reloj y percibió el olor a tinta, proveniente de las prensas del periódico. Escuchó los linotipos y el golpe de las máquinas de escribir y el teletipo enviando información mecanografiada sobre temas nacionales e internacionales.
Vio a Cleotilde husmear por la sala de redacción. Vio a don Romano Aldabas corrigiendo y tachando artículos y notas que no eran de su agrado, coño, hasta cuándo van a aprender, carajos. Esteban se preocupó y pensó, tanto trabajo en el periódico y yo aquí resolviendo una situación de sexo y erotismo. Pendejadas de Virgilio. Desde el día anterior tenía la orden y la responsabilidad de cubrir la información sobre las últimas declaraciones del gobernador Adriano García donde denunciaba públicamente, por todos los medios, a sus enemigos que querían tumbarlo del poder. Reseñar la huelga universitaria y dar a conocer el número de estudiantes heridos y algunos muertos. Además, la inconformidad del pueblo que se movía frente al Palacio de Gobierno por la negligencia misma del gobernador y por la forma caprichosa de cómo ejercía el poder. Incluso, escribir la crónica, dando pelos y señales, de cómo el gobernador, Adriano García, después de criticar a los enemigos del pueblo, pronunciara incendiarios discursos en torno a la revolución mexicana en Plaza de Armas.
La invocación de los héroes nacionales frente a sus más cercanos colaboradores y la burocracia estatal, maestros, líderes sindicales y campesinos, comprometiéndose a velar por la seguridad y la prosperidad de la gente pobre, la más olvidada de la historia, pero que su gobierno le haría justicia. Acusando a sus enemigos de traidores y de desestabilizadores, poniendo en riesgo la paz social. Escribir la crónica de cómo después de esta agotadora tarea, el hombre, el político, el ser humano, se retiraba con pasos firmes y erguido, entre la multitud que lo vitoreaba, a la Quinta Grijalva y luego de cambiarse con ropa más apropiada para el calor, se acostaba en una hamaca, bajo la sombra de una Ceiba, en su hora de descanso habitual y para despabilarse, leía poemas de amor, tomando, de una jarra, aguardiente puro revuelto con agua de tamarindo, un combinación que nadie sabía dónde la había descubierto o era una puntada de sus propias alucinaciones del poder, sin poner atención alguna a los gritos de la gente enfurecida que exigía verlo fuera del Palacio de Gobierno. Nota al margen: provocadores incitan a la violencia, azuzados por negros y ajenos intereses.
Cuando volvía la calma, un político de tal naturaleza, un hombre con su carácter, se comentaba en voz baja, como Adriano García, teniendo tantos problemas cotidianos, no podía estar leyendo poemas. Tanto poder en sus manos como para pensar en cuestiones idílicas. O al menos que no fueran poemas, murmuraban algunos, y leyera las memorias del Marqués de Sade. En realidad Adriano García no leía poemas ni las memorias del Marqués de Sade, sino que leía, entre los libros, las cartas que les hacían llegar sus amantes que tenía en varios puntos de la ciudad. Telegramas urgentes de que necesito dinero, te extraño, estoy a punto de tener un hijo tuyo, me vas a volver loca si no vienes. Me las vas a pagar, desgraciado, sólo vienes cuando andas de calenturiento. Me tienes embrujada. Tus majaderías me provocan y me encienden el cuerpo. Eres un cabrón, hijo de puta, pero te quiero. Te la pasas amamantado a puros hijos de puta y me tienes aquí esperando con la boca abierta como pendeja. Eres bueno para hablar y joder a todo el mundo querido, pero te faltan huevos para bajarme la calentura. Si soy puta cabrón, no es por mi gusto, sino porque tú me hiciste puta, ahora me aguantas o te hago un escándalo aunque tus pinches gatos me ahoguen en el río Grijalva.
Si fueras un pobre diablo, no te beso pero ni en la mejilla, no me estés chingando. Pero te amo como una perra en celos. Pero él, en sus pláticas hablaba de poetas y poesías. Y con quienes hablaba no entendían nada de esto, nadie lo podía contradecir. Porque Adriano García, ante sus colaboradores, era un erudito en todos los temas universales y hasta cantaba y tocaba la guitarra, el piano y la marimba. Siempre traía un cigarrillo en la boca para presumir su arrogancia y carácter indomable.
Aunque se decía que su postura y su expresión facial era una pedante y grotesca imitación de Humphrey Bogart, que después de haberlo actuar, años antes, lo cautivó en la película Casa Blanca. Siempre recordaba dos o tres frases de la canción del film, El tiempo pasará: “piensa en mí así siempre que el tiempo pasará…te quiero tanto amor que el tiempo pasará, un año no es un siglo y yo volveré…”. Cuando relataba la historia de la película, taraleaba la canción y declamaba la letra, se distinguía como hombre culto y sentimental. Además, cuando en alguna de las fastuosas reuniones en la Quinta Grijalva, alguna morena tropical le atraía y deseaba conquistar, con una copa en la mano, le soltaba una de las frases famosas de Humphrey Bogart (Rik): “Ésta, va por ti muñeca”.
Como hombre de poder, era caprichoso, terco y empecinado: el mundo giraba porque su mente era el eje del mundo. Cuando alguien hacía alguna recomendación correcta, Adriano García hacía lo contrario. Quien pensara o propusiera una idea distinta, no sólo ofendía al gobernador, sino que era un acto condenable de insurrección que podía costarle la posición política a cualquiera. Dedicaba la mayor de su tiempo en escuchar chismes y rumores, principalmente sobre las mujeres de sus funcionarios que cometían actos de infidelidad. Conocer los chistes y las bromas que se corrían sobre su persona y se ponía como perro rabioso. Su puta madre, decía. Le preguntaba a su asesores, quién es “chiva loca”, y ellos temerosos, temblándoles la quijada, respondían, no sabemos, señor. Hijueputas, ya sabrán quién es “chiva loca”.
Esteban tenía instrucciones precisas de su director, don Romano Aldabas, pasar por alto aquél mar de confusiones, incluso, taparse los oídos a las voces del pueblo. Ignorar a la gente inconforme. Tampoco dar crédito a las desacreditadas manifestaciones en contra el jefe de policía, Cornelio Sampeiro, apodado el “ojo de vidrio” porque tenía uno cubierto con un parche negro, quien aplacaba la violencia social y ponía orden con plomo y culatazos y tenía en cada colonia de Villahermosa una amante con hijos de todas las edades y que desfilaban todas las mañanas en su oficina de Palacio para recibir sus bendiciones y el dinero para comer. No era posible soportar tanta ofensa.
El autoritarismo como manera fácil de gobernar era cada vez motivo de violencia estudiantil y represión a la libertad de expresión. Esteban desconcertado, preguntaba, ¿cómo relatamos todo lo que sucede, don Romano? Primero comemos, vemos como que no vemos, y ya después vemos qué hacemos, le recomendaba don Romano Aldabas a Esteban y Esteban sentía que le cortaban la lengua, los dedos de la mano, tapaban los oídos y los ojos.
Conociendo la realidad, Esteban sudaba cada vez que escribía y publicaba en el diario de que no pasaba nada. Para Esteban significaba la tarea más ardua y difícil. Se requería tiempo, mente fría y dedicación, era como transitar de la conciencia a la inconciencia. Incluso, llegó a pensar que era parte mecánica de los deseos de Adriano García. Guardaba en su memoria sus discursos, sus efusivas palabras para cada una de las ocasiones, los halagos, las felicitaciones, sus acostumbrados abrazos como de acero. Adriano García se movía en su mente como un personaje de cine. Desde que se sentaba en la máquina de escribir, antes de poner un dedo en una tecla, se le presentaba Adriano García en persona y empezaba a dictarle lo que tenía que escribir. Cuando le confiaba esta imagen a don Romano Aldabas, le respondía, lo mismo me pasa a mí. Sólo que hago un esfuerzo y me lo trago como un sapo. Como si aún escuchara las máquinas de escribir, Esteban, viviendo mentalmente entre varios tiempos, pensó, y yo aquí, mirando a dos mujeres sentadas en una silla en el centro del parque, envueltas en una suave y ligera penumbra.
Aunque desde el principio pudo percatarse que había dos sombras, ahora lo confirmaba: son dos mujeres, contó mentalmente. Por los reflejos débiles de la luz mercurial del parque pudo descubrir con claridad que ahí estaba la mujer que había citado el día anterior. No había duda por su considerable cuerpo. ¿Y la otra?, se interrogó. Eran dos siluetas dibujadas en la distancia, bañadas por reflejos azulados y macilentos. Estos matices lo llevaron a pensar una vez más en cementerios, una costumbre que no dejaba de meditar cuando veía la ciudad abandonada o la noche encima de los tejados. Ahora era una estela transparente de tierra negra y árida, desvaneciéndose entre las paredes y el pavimento de las calles. Al fondo del parque la profunda oscuridad y más allá la negrura.
Las dos mujeres daban la impresión a simple vista de estar en un acto de misteriosa conspiración, muy juntas, secreteándose a los oídos y fumando con paciente actitud. El humo de los cigarros se les disipaba en el rostro y el cabello de cada una, las transfiguraba y las convertía en figuras difuminadas, borrosas. Sólo faltaba que alguien llegara sigiloso. Eran las horas que escogen siempre los escritores de misterio, y las descuartizara a puñaladas, dejando un reguero de sangre y pedazos de cuerpos por todas partes. Una extraordinaria nota periodística, exclusiva y a ocho columnas, pensó Esteban con una ligera sonrisa irónica. El parque estaba oscuro y solitario. Lugar propicio para un acto de tal magnitud: dos mujeres descuartizadas en un parque a la media noche. Se sospecha, por la manera tan brutal como fueron despedazadas, que fue un hecho cometido por algunos o un desquiciado mental, causado por la intensa ola de calor. O tal vez, una venganza pasional. Ninguno de los objetos que traían en sus bolsas había sido robado. Las averiguaciones arrojan muchas hipótesis, pero ninguna podía ser confirmada. Se espera que de un momento a otro se esclarezca el caso y caiga en manos de las autoridades judiciales el asesino solitario.
Esteban, creía estar todavía en la sala de redacción del periódico. Inmediatamente hizo varios movimientos circulares con la cabeza y se sacudió los cabellos, emergiendo de la espera oscuridad. Eran las diez de la noche y el calor continuaba siendo infernal. Ni una ráfaga de aire. La ciudad estaba sumida dentro de una luminosidad vaporosa y trasmitía, por las calles llenas de basura, un aspecto de abandono y desamparada, extendiéndose a través de una opacidad retenida y voces muertas, sueños navegando en mares de calor y gargantas roncando, estrépito similar a la de animales cuando mueren degollados. Pechos agitados y suspiros recurrentes por pesares y desilusiones flotando entre la vigilia y la muerte. Esteban cerró los ojos y escuchó perfectamente las pulsaciones de su cuerpo, luego el de la ciudad vieja y mortificada.
Posando su vista en los techos de las casas, con un cierto aire de tristeza, meditó un poco y dijo, no sé, hasta cuando pega el sol a medio día, la ciudad de Villahermosa, es un cementerio a pesar de la gente y los automóviles. Morirse a cualquier hora, de la noche o del día, es uno de los sucesos más conmovedores. Lo que más sorprende es la costumbre de ser sepultado a las doce del día con el sol en el centro del cielo, sin sombras. Por la mañana o en la tarde, el paseo fúnebre pasa desapercibido. Son horas indiferentes, todos parecen estar alerta a otros acontecimientos. Con el sol violento, en lo más alto del cielo, es lo natural, escalofriante.
El aire caliente y compacto adquiere la sombra de la muerte. Es la hora obligada para que la gente vea el paseo fúnebre y no olviden nunca el rostro duro de la muerte. Las llamas del sol son las del infierno: la condenación eterna. No hay camino al Paraíso Prometido: la Gloria Eterna es una plancha de mármol calcinada. De lágrimas nunca se sabe, se confunden con el intenso sudor.
El grito es la señal inconfundible del dolor. Un dolor diferente al verdadero dolor del corazón y del alma. Gritos prolongados para que salgan todas las penas retenidas y sea prueba, ante todo el mundo, de que el sufrimiento es un sufrimiento sincero. El cadáver van dejando por las calles pedazos de desaliento para que el dolor conmueva a aquellos que miran el cielo para distraen la mente con imágenes del pasado o resientes aventuras amorosas.