Porque cuando un líder local que pidió seguridad termina asesinado, el mensaje no es solo político: es sistémico.
Por: La Palabra Política.
CDMX, 5 de noviembre del 2025.
México vive, hoy más que nunca, una crisis profunda en su proyecto de seguridad. El discurso de paz que se pronuncia desde Palacio Nacional se ha convertido en un eco cada vez más distante frente a una realidad que duele, que se desangra y que se vuelve imposible de ocultar. La violencia, los asesinatos, las desapariciones y el dominio territorial del crimen organizado revelan un país que no solo no ha recuperado el control, sino que lo está perdiendo de manera acelerada.

La reciente muerte de Carlos Alberto Manzo Rodríguez, alcalde de Uruapan, Michoacán, es una muestra contundente de ello. Un líder social, un político que se atrevió a alzar la voz frente al poder que no se ve, pero que se siente y se obedece: el poder del crimen organizado. Un hombre que denunció acuerdos, pactos, complicidades y estructuras que se han cimentado desde el corazón mismo del sistema político mexicano.

La muerte de Carlos Manzo no es un hecho aislado. Es el reflejo de un país en donde quienes cuestionan al crimen mueren y donde quienes denuncian la colusión son silenciados. La estrategia de seguridad nacional no está conteniendo la violencia. No hay evidencia real de que el Estado esté ganando la lucha.
Mientras desde el gobierno federal se insiste en que se está pacificando el país, las cifras, los cuerpos, las familias rotas y las ciudades tomadas cuentan otra historia. Manzo lo dijo, lo denunció y lo advirtió. Y su muerte confirma lo que miles han señalado: el Estado mexicano se encuentra debilitado frente al poder criminal.

No es casualidad que desde Washington, el Presidente Donald J. Trump y figuras de su gabinete hayan calificado a México como un “estado controlado por el narcoterrorismo”. Aunque desde Palacio Nacional se niegue, se desacredite o se intente tapar la realidad con discursos y estadísticas cuidadosamente acomodadas, la percepción internacional coincide con el sentimiento de millones de mexicanos: el crimen organizado ha penetrado profundamente en las estructuras del gobierno.
Carlos Manzo lo sabía. Lo enfrentó. Lo dijo en público. Y murió por ello.

Hoy su muerte derriba un relato, ese relato que se construyó bajo la promesa de que México estaba recuperando la paz, de que la Cuarta Transformación había roto los vínculos con el pasado de corrupción y de narcopolítica. Pero la realidad golpea sin misericordia:
El proyecto de seguridad nacional del gobierno está fracturado, debilitado y cuestionado.
Con Carlos Manzo muere más que un alcalde.
Muere una esperanza.

La esperanza de que era posible construir un país donde denunciar al crimen no implicara firmar la propia sentencia.
La esperanza de que, esta vez, el gobierno estaría del lado de quienes defienden la vida, y no del lado de quienes la arrebatan.
La esperanza de que el Estado todavía podía proteger a los suyos.
La muerte de Manzo deja al descubierto una verdad dolorosa:
México no ha recuperado el control de su territorio.
Y la estrategia actual no está funcionando.

Porque cuando un líder local que pidió seguridad termina asesinado, el mensaje no es solo político: es sistémico.
Y el sistema hoy está fallando.


