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2007/ No se Olvidará La gran inundación

Los llamados de alerta se transmitían constantemente, pero no le poníamos la atención merecida. si acaso, llegamos a pensar en Los pobres.

José Rodríguez Castro

No se por qué nadie pensó que no nos iríamos al agua. Tampoco vivir en estos tiempos el drama de una inundación tan grande. Escuchábamos y veíamos por radio y televisión los mensajes del gobernador, alertando a la población del desastre, pero no le dimos importancia. Inmersos en el trajín diario del trabajo y otras preocupaciones, capoteábamos los aguaceros, pero ni por asomo llegamos a presentir lo que ocurriría días después. Los que no salieron de sus casas por los aguaceros, disfrutaban el mal tiempo. Por primera vez hice uso de un paraguas y también, desde mi cuarto, como cuando era niño, me dormí arrullado por el rumor del viento y mi sueño fue más profundo y feliz escuchando el diluvio tropical.

Pero un día, cuando nos levantamos, vimos que Tabasco se había ido al agua y sobrevino una especie de temor. No era un sueño. Escuchamos las noticias que informaban de la gravedad del problema, pero aún así no calculábamos hasta dónde llegaría el agua ni la altura que alcanzaría. Sabíamos que las caudalosas aguas del río Grijalva estaban siendo contenidas por un alto muro de costales de arena. También nos enterábamos de que las autoridades civiles y militares no dormían tratando de contener la corriente y los niveles de agua que minuto a minuto crecía, luchando por evitar un desastre.

Sin que ninguno de nosotros nos uniéramos a esta tarea colosal, seguimos observando lo que ocurría a nuestro alrededor, sin pensar que la ciudad se iría al agua.
Continuamos viviendo despreocupados como si nunca aquí ocurrieran desastres como los que vemos por televisión en otras partes del mundo. Los llamados de alerta se transmitían constantemente, pero no le poníamos la atención merecida. Si acaso, llegamos a pensar en las pobres gentes que viven en colonias populares, asentadas en zonas bajas del estado y en la periferia de Villahermosa.

Ellas serían las que sufrirían los daños de la inundación, aunque en pocas semanas todo volvería a la normalidad. En ningún momento nos vino a la memoria las históricas inundaciones. Aquéllos años cuando todo Tabasco se iba al agua y la gente veía cómo, sin ayuda de las autoridades, sobrevivía a los graves daños de los prolongados aguaceros y las grandes aguas. Tampoco recordamos, por estos días, cuando esta ciudad se iba toda al agua. Los cayucos en las calles recorriendo las calles eran un antecedente remoto y no existía en nuestras memorias ocupadas y aturdidas por los celulares, el internet y la televisión.

La alarma era insistente por todos los medios. Pero no alteraba nuestro estado de ánimo. Fue hasta que en unas cuantas horas amanecimos con el agua en los patios, calles y plazas. A pesar de ello, sin embargo, con cierta incredulidad, nos resistíamos a pensar que el agua no llegaría más que hasta ahí. No presentíamos ningún desastre mayor. De lo contrario hubiéramos actuado con extrema rapidez. Nos hubiera dado tiempo de sacar de nuestras casas todas las pertenencias y albergarnos en lugares seguros, sin carreras ni desesperación. Pero aun con el peligro a unos cuantos metros, había quienes estaban seguros de que la inundación no era alarmante y preferían estar frente al televisor viendo la inundación de Villahermosa, como si este acontecimiento peligroso estuviera ocurriendo en otra parte del mundo. No sé por qué evadimos la realidad. Tal vez tenemos aún la convicción de que los desastres y contingencias suelen ocurrir en países lejanos, donde la gente vive en situaciones peores que nosotros.

Estábamos convencidos que aun cuando anunciaban que el muro principal del Malecón se había roto y el agua empezaba a correr por algunas calles de la ciudad, no había por qué inquietarse. Ni llegamos a tener un ligero presentimiento de una catástrofe. Sólo poníamos oído al agua que caía y se derramaba. Sentíamos satisfacción, porque hacía tiempo que no oíamos el agua correr en los techos y el golpe del viento que azotaba en las paredes. Empezaron a oírse rumores y aunque el rumor aquí se hace siempre realidad, esta vez tuvo diferentes interpretaciones, o como todo rumor, eran chismes infundados. Confundimos, por vez primera, el rumor con el chisme y la realidad. Por vez primera, fuimos víctima de la pereza. Quizás por los frentes fríos que nos hacían más agradable los días y las noches, siempre y cuando no nos cayera el peso del aguacero en los cuerpos.

Sin embargo, alguna que otra persona precavida, durante los fuertes aguaceros, abandonaron sus casas y rentaron cuartos seguros, departamentos, o pidieron hospedaje a sus más cercanos familiares. No sólo los observamos con indiferencia, sino que nos causaron risas. La mayoría seguíamos restándole credibilidad a la alarma oficial. Y no fue, hasta que vimos ante nuestros ojos correr con fuerza el agua que se desparramaba desde el Grijalva y empezó a crecer por todas partes, cuando decidimos entonces, aterrorizados, abandonar nuestras casas, dejando con dolor y llanto todas nuestras valiosas pertenencias. Hasta ese momento fuimos presa de todas las angustias y temores, sin saber qué hacer ante la gravedad de la situación.

Se apoderó de nosotros un miedo que habíamos olvidado, desde hacía muchos años, o el que jamás habíamos presentido en su espantosa presencia en nuestras mentes, y visto ante nuestros pavorosos ojos. Nuestros miedos fueron trasmitiéndose a otras personas, corriendo con la misma fuerza del agua. Nos fue atrapando entre sus garras. Agarrándonos por dentro, despedazando nuestras alegrías y entusiasmos. Como dentro de un remolino nos vimos en un mar de agua, nadando, desesperados, buscando lugares seguros. El pánico, porque aquella fuerza incontenible fuera a romper las inmensas y potentes cortinas de contención de las presas. Aterrados, porque imaginábamos que Tabasco quedaría bajo las precipitadas corrientes. Voces de alarma. Rumores. Huidas dejando nuestras casas, dejando todo, y saliendo sólo con nuestras ropas encima. Jalando a nuestras esposas y los hijos. Viendo hacia dónde corría el agua. Nuestras mentes turbadas y perdiendo el sentido de solidaridad y hermandad. El desastre.

Luego, como en toda catástrofe natural, la impotencia, las calamidades, incertidumbres, la estampida y entonces los rumores surgen como borbotones de agua: la presa Peñitas se romperá y Tabasco será arrastrado por sus caudalosas corrientes. Los medios electrónicos desmienten rumores, pero nadie confía en la información. Se inicia el éxodo hacia estados vecinos. La gente huye como puede. Los políticos y gente con dinero hacen lo mismo. La ciudad dentro del agua queda atrapada dentro de la desesperación y el terror. Se instalan albergues y el silencio de los aires es interrumpido por helicópteros, sirenas, y nos viene a la mente las imágenes de la guerra. Gente. Vehículos sin destino. El miedo se va exacerbando con las mismas aguas. La compra de pánico. En horas no hay abasto de alimento, agua, medicinas, medios de transporte: el caos. La ciudad en el agua es un espejo de realidades olvidadas. La gran inundación nos exhibe tal y como somos, y no somos como creíamos ser. El egoísmo es palpable.

Aun cuando se insiste en la solidaridad, sólo proviene del gesto humano y emotivo de Granier Melo, quien suelta las lágrimas ante el desastre. La solidaridad humana, del hombre por el hombre, viene de otros lados. Del DF y organizaciones de estados vecinos. El tabasqueño, aún ante la terrible desgracia, sigue siendo tabasqueño.

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La Palabra Política

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